To London When Hendon’s term
of service in the stocks was finished, he was released and ordered
to quit the region and come back no more. His sword was restored to
him, and also his mule and his donkey. He mounted and rode off,
followed by the King, the crowd opening with quiet respectfulness to
let them pass, and then dispersing when they were gone.
Hendon was soon absorbed in thought. There were questions of high
import to be answered. What should he do? Whither should he go?
Powerful help must be found somewhere, or he must relinquish his
inheritance and remain under the imputation of being an impostor
besides. Where could he hope to find this powerful help? Where,
indeed! It was a knotty question. By-and-by a thought occurred to
him which pointed to a possibility—the slenderest of slender
possibilities, certainly, but still worth considering, for lack of
any other that promised anything at all. He remembered what old
Andrews had said about the young King’s goodness and his generous
championship of the wronged and unfortunate. Why not go and try to
get speech of him and beg for justice? Ah, yes, but could so
fantastic a pauper get admission to the august presence of a monarch?
Never mind—let that matter take care of itself; it was a bridge that
would not need to be crossed till he should come to it. He was an
old campaigner, and used to inventing shifts and expedients: no
doubt he would be able to find a way. Yes, he would strike for the
capital. Maybe his father’s old friend Sir Humphrey Marlow would
help him—‘good old Sir Humphrey, Head Lieutenant of the late King’s
kitchen, or stables, or something’—Miles could not remember just
what or which. Now that he had something to turn his energies to, a
distinctly defined object to accomplish, the fog of humiliation and
depression which had settled down upon his spirits lifted and blew
away, and he raised his head and looked about him. He was surprised
to see how far he had come; the village was away behind him. The
King was jogging along in his wake, with his head bowed; for he, too,
was deep in plans and thinkings. A sorrowful misgiving clouded
Hendon’s new-born cheerfulness: would the boy be willing to go again
to a city where, during all his brief life, he had never known
anything but ill-usage and pinching want? But the question must be
asked; it could not be avoided; so Hendon reined up, and called out—
“I had forgotten to inquire whither we are bound. Thy commands, my
liege!”
“To London!”
Hendon moved on again, mightily contented with the answer—but
astounded at it too.
The whole journey was made without an adventure of importance. But
it ended with one. About ten o’clock on the night of the 19th of
February they stepped upon London Bridge, in the midst of a writhing,
struggling jam of howling and hurrahing people, whose beer-jolly
faces stood out strongly in the glare from manifold torches—and at
that instant the decaying head of some former duke or other grandee
tumbled down between them, striking Hendon on the elbow and then
bounding off among the hurrying confusion of feet. So evanescent and
unstable are men’s works in this world!—the late good King is but
three weeks dead and three days in his grave, and already the
adornments which he took such pains to select from prominent people
for his noble bridge are falling. A citizen stumbled over that head,
and drove his own head into the back of somebody in front of him,
who turned and knocked down the first person that came handy, and
was promptly laid out himself by that person’s friend. It was the
right ripe time for a free fight, for the festivities of the morrow—Coronation
Day—were already beginning; everybody was full of strong drink and
patriotism; within five minutes the free fight was occupying a good
deal of ground; within ten or twelve it covered an acre of so, and
was become a riot. By this time Hendon and the King were hopelessly
separated from each other and lost in the rush and turmoil of the
roaring masses of humanity. And so we leave them. |
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A Londres Al terminar el castigo de Hendon en
el cepo, fue puesto en libertad y se le ordenó salir de la comarca y
no volver más. Le fue devuelta su espada, y también su mula y su
asno. Montó y cabalgó, seguido por el rey, la muchedumbre
hendiéndose con silencioso respeto para abrirles paso, y luego
dispersándose cuando se hubieron ido.
Pronto estuvo Hendon absorto en sus pensamientos. Había preguntas de
gran importancia que esperaban respuesta. ¿Qué haría? ¿A dónde iría?
Tendría que hallar ayuda poderosa en alguna parte, o de otra manera
renunciar a su herencia y permanecer, además, bajo el cargo de ser
un impostor. ¿Dónde podría hallar esta poderosa ayuda? ¿Dónde en
verdad! Era difícil la pregunta. Pronto se le ocurrió una idea que
apuntaba a una posibilidad, la más débil de las débiles
posibilidades, ciertamente, pero sin embargo digna de considerarse,
a falta, en absoluto, de cualquier otra que prometiera algo. Recordó
lo que el viejo Andrews había dicho acerca de la bondad del joven
rey y de su generosa defensa de los agraviados y desdichados. ¿Por
qué no ir e intentar hablarle e implorarle justicia? ¡Ah, sí! ¿Pero
podría un pobre tan grotesco lograr que le admitieran ante la
augusta presencia de un monarca? Pero, eso no importaba: Ya se
vería; era un puente que necesitaría ser cruzado hasta que llegara a
él. Él era veterano de guerra, acostumbrado a inventar subterfugios
y expedientes; sin duda podría encontrar un camino. Marcharía hacia
la capital. Tal vez el viejo amigo de su padre, sir Humphrey Marlow,
le ayudaría; el buen sir Humphrey, teniente jefe de la cocina del
difunto rey, o de las cuadras, o de algo: Miles no podía recordar
qué o de qué.
Ahora que tenía ya algo a qué dedicar sus energías, un objeto
definido que cumplir, la niebla de humillación y depresión que
envolvía su espíritu se elevó, y disipó, y él alzó la cabeza y miró
a su alrededor. Se sorprendió al ver cuán lejos había llegado; la
aldea había quedado muy atrás. El rey iba trotando tras él, con la
cabeza inclinada, porque también iba sumido en sus pensamientos y
planes. Un triste recelo nubló la recién nacida alegría de Hendon:
¿querría el niño volver a una ciudad en la que, durante su breve
vida, no había conocido más que malos tratos y punzantes
necesidades? Pero la pregunta tenía que ser respondida, no era
posible de evitar; por lo cual Hendon frenó la cabalgadura y gritó:
–Había olvidado preguntar a dónde nos dirigimos. ¿Tus órdenes, mi
señor?
–¡A Londres!
Hendon avanzó de nuevo, contentísimo con la respuesta, pero también
asombrado con ella.
Hicieron todo el viaje sin aventura ninguna de importancia. Pero
terminó con una. Cerca de las diez de la noche del diecinueve de
febrero llegaron al Puente de Londres, en medio de una serpenteante,
agitada muchedumbre de gente ululando y vitoreando, cuyos rostros,
alegrados por la cerveza, se destacaban intensamente a la luz de
numerosas antorchas...., y en ese instante la cabeza podrida de un
ex duque u otro grande cayó entre ellos, golpeando a Hendon en el
codo y rebotando entre la precipitada confusión de pies. ¡Tan
evanescentes e inestables son las obras humanas en este mundo! El
buen rey difunto lleva apenas tres semanas de muerto, y tres días en
la tumba, y ya caen los adornos de gente principal que con tanta
solicitud había elegido para su noble puente. Un ciudadano tropezó
con la cabeza y dio con la suya en la espalda de alguien que tenía
delante, el cual se volvió y derribó de un golpe a la primera
persona que tuvo a mano, y pronto él mismo fue abatido por el amigo
de esta persona. Era la mejor hora para una lucha libre, porque las
festividades del día siguiente –Día de la Coronación– estaban
empezando ya; todos estaban llenos de bebidas fuertes y de
patriotismo; a los cinco minutos la batalla campal ocupaba gran
espacio de terreno; a los diez o doce cubría más o menos un acre y
se había convertido en motín. Para entonces, Hendon y el rey fueron
separados irremediablemente, se perdieron en el tropel y alboroto de
las rugientes masas humanas. Así los dejaremos. |