The State Dinner
The dinner hour drew near—yet strangely enough, the thought
brought but slight discomfort to Tom, and hardly any terror. The
morning’s experiences had wonderfully built up his confidence; the
poor little ash-cat was already more wonted to his strange garret,
after four days’ habit, than a mature person could have become in a
full month. A child’s facility in accommodating itself to
circumstances was never more strikingly illustrated.
Let us privileged ones hurry to the great banqueting-room and have a
glance at matters there whilst Tom is being made ready for the
imposing occasion. It is a spacious apartment, with gilded pillars
and pilasters, and pictured walls and ceilings. At the door stand
tall guards, as rigid as statues, dressed in rich and picturesque
costumes, and bearing halberds. In a high gallery which runs all
around the place is a band of musicians and a packed company of
citizens of both sexes, in brilliant attire. In the centre of the
room, upon a raised platform, is Tom’s table. Now let the ancient
chronicler speak:
“A gentleman enters the room bearing a rod, and along with him
another bearing a tablecloth, which, after they have both kneeled
three times with the utmost veneration, he spreads upon the table,
and after kneeling again they both retire; then come two others, one
with the rod again, the other with a salt-cellar, a plate, and
bread; when they have kneeled as the others had done, and placed
what was brought upon the table, they too retire with the same
ceremonies performed by the first; at last come two nobles, richly
clothed, one bearing a tasting-knife, who, after prostrating
themselves three times in the most graceful manner, approach and rub
the table with bread and salt, with as much awe as if the King had
been present.”
So end the solemn preliminaries. Now, far down the echoing corridors
we hear a bugle-blast, and the indistinct cry, “Place for the King!
Way for the King’s most excellent majesty!” These sounds are
momently repeated—they grow nearer and nearer—and presently, almost
in our faces, the martial note peals and the cry rings out, “Way for
the King!” At this instant the shining pageant appears, and files in
at the door, with a measured march. Let the chronicler speak again:—
“First come Gentlemen, Barons, Earls, Knights of the Garter, all
richly dressed and bareheaded; next comes the Chancellor, between
two, one of which carries the royal sceptre, the other the Sword of
State in a red scabbard, studded with golden fleurs-de-lis, the
point upwards; next comes the King himself—whom, upon his appearing,
twelve trumpets and many drums salute with a great burst of welcome,
whilst all in the galleries rise in their places, crying ‘God save
the King!’ After him come nobles attached to his person, and on his
right and left march his guard of honour, his fifty Gentlemen
Pensioners, with gilt battle-axes.”
This was all fine and pleasant.
Tom’s pulse beat high, and a glad light was in his eye. He bore
himself right gracefully, and all the more so because he was not
thinking of how he was doing it, his mind being charmed and occupied
with the blithe sights and sounds about him—and besides, nobody can
be very ungraceful in nicely-fitting beautiful clothes after he has
grown a little used to them—especially if he is for the moment
unconscious of them. Tom remembered his instructions, and
acknowledged his greeting with a slight inclination of his plumed
head, and a courteous “I thank ye, my good people.”
He seated himself at table, without removing his cap; and did it
without the least embarrassment; for to eat with one’s cap on was
the one solitary royal custom upon which the kings and the Cantys
met upon common ground, neither party having any advantage over the
other in the matter of old familiarity with it. The pageant broke up
and grouped itself picturesquely, and remained bareheaded.
Now to the sound of gay music the Yeomen of the Guard entered,—“the
tallest and mightiest men in England, they being carefully selected
in this regard”—but we will let the chronicler tell about it:—
“The Yeomen of the Guard entered, bareheaded, clothed in scarlet,
with golden roses upon their backs; and these went and came,
bringing in each turn a course of dishes, served in plate. These
dishes were received by a gentleman in the same order they were
brought, and placed upon the table, while the taster gave to each
guard a mouthful to eat of the particular dish he had brought, for
fear of any poison.”
Tom made a good dinner, notwithstanding he was conscious that
hundreds of eyes followed each morsel to his mouth and watched him
eat it with an interest which could not have been more intense if it
had been a deadly explosive and was expected to blow him up and
scatter him all about the place. He was careful not to hurry, and
equally careful not to do anything whatever for himself, but wait
till the proper official knelt down and did it for him. He got
through without a mistake—flawless and precious triumph.
When the meal was over at last and he marched away in the midst of
his bright pageant, with the happy noises in his ears of blaring
bugles, rolling drums, and thundering acclamations, he felt that if
he had seen the worst of dining in public it was an ordeal which he
would be glad to endure several times a day if by that means he
could but buy himself free from some of the more formidable
requirements of his royal office. |
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La comida de gala
Se acercaba la hora de la comida, y, por extraño que parezca,
la idea no ocasionó a Tom sino un leve desasosiego, pero sin terror
alguno. Lo que le ocurrió por la mañana había fortalecido en extremo
su confianza; el pobrecillo estaba ya más acostumbrado a su extraño
ambiente, después de cuatro días, que lo habría estado una persona
mayor al cabo de todo un mes. Nunca se vio más sorprendente ejemplo
de la facilidad de un niño para amoldarse a las circunstancias.
Aprovechemos nuestro privilegio, y corramos a la gran sala del
banquete para echarle un vistazo, mientras Tom se encuentra listo
para una ocasión tan imponente. Es un aposento espacioso, de
columnas y pilastras doradas y paredes y techos con pinturas. En la
puerta se yerguen dos fornidos guardias, rígidos como estatuas,
vestidos de ricos y pintorescos trajes y armados de alabardas. En
una galería alta, que corre en tomo de toda la sala, hay una banda
de músicos y compacta concurrencia de uno y otro sexo,
brillantemente ataviada. En el centro del salón, sobre la tarima,
está la mesa de Tom. Dejemos ahora que hable el viejo cronista:
"Un caballero entra en el aposento con una vara, y tras él otro, que
trae un mantel; después de haberse arrodillado ambos tres veces con
la mayor veneración, tienden el mantel sobre la mesa, y se retiran
ambos tras una nueva genuflexión. Vienen luego otros dos, uno
también con vara y otro con un salero, un plato y pan. Cuando han
hecho sus genuflexiones como los dos anteriores, y colocado dichos
objetos sobre la mesa, se retiran con las mismas ceremonias
realizadas por los primeros. Por fin, vienen dos nobles ricamente
vestidos, uno de ellos con un trinchante, y después de haberse
postrado tres veces de la manera más reverente, se acercan y frotan
la mesa con pan y sal, dando muestras de tanto respeto como si el
rey estuviera presente."
Así terminan los solemnes preliminares. Luego, a lo lejos se oyeron
en los corredores el estruendo de las trompetas, y el confuso grito
de "¡Paso al rey, paso a la majestad del rey!" Estas voces se
repiten una y otra vez, acercándose más y más, y de pronto, casi en
nuestras barbas, suena la nota marcial y la voz de "¡Paso al rey!",
y aparece el brillante cortejo, que cierra filas a la puerta, con
acompasada marcha. Dejemos hablar otra vez al cronista:
"Vienen primero barones, condes y caballeros de la Jarretera, todos
ricamente vestidos y con la cabeza descubierta. Sigue después el
canciller, entre otros dos personajes, uno de los cuales lleva el
cetro real y el otro la espada de Estado en su vaina roja, cubierta
de flores de lis y oro y con la punta hacia arriba. Luego viene el
mismo rey, a quien al aparecer saludan doce trompetas y muchos
tambores, con gran estruendo de las salvas, mientras en las galerías
se levantan todos de sus asientos: –¡Dios salve al rey!– Vienen
luego los nobles de su corte, y a su derecha e izquierda marcha su
guardia de honor, sus cincuenta caballeros pensionarios, con doradas
hachas de combate."
Todo era hermoso y agradable. Tom sentía que le latía con mas fuerza
el corazón, y a sus ojos asomaba una luz de alegría. Avanzaba con la
mayor gracia, tanto más cuanto que estaba ausente de ella, pues su
espíritu estaba deleitado y absorto en el alegre espectáculo y los
sones que le rodeaban; y además nadie puede verse feo con ropas
ricas y bien portadas, una vez que se ha acostumbrado un poco a
ellas, especialmente en el momento en que no se da cuenta de que las
lleva. Tom recordó sus instrucciones y respondió a los saludos con
una leve inclinación de su cabeza emplumada y un cortés: "Gracias,
mi buen pueblo."
Se sentó a la mesa sin quitarse su gorro, y lo hizo sin el menor
embarazo, porque el comer con el gorro puesto era la única costumbre
regia en que los reyes y los Canty se hallaban en terreno conocido,
ya que ninguno de ellos aventajaba a los otros en esa familiaridad
con el gorro. Rompió filas el cortejo, se agrupó pintorescamente y
todos permanecieron con las cabezas descubiertas.
Al son de alegre música entraron luego los alabarderos de palacio,
los hombres más altos y más fuertes de Inglaterra, que eran
cuidadosamente escogidos al efecto; mas dejaremos que el cronista
nos lo siga contando:
"Entraron los alabarderos de palacio, desnuda la cabeza, vestidos de
escarlata con rosas de oro en la espalda, y éstos fueron y vinieron
trayendo cada vez una serie de manjares, servidos en vajilla de
plata. Estos manjares eran recibidos por un caballero, en el mismo
orden en que los traían, y colocados sobre la mesa, en tanto que el
catador daba a comer a cada guardia un bocado del plato que había
traído, por temor al veneno."
Hizo Tom una buena comida, aunque se daba cuenta de que centenares
de ojos seguían cada bocado hasta sus labios y le miraban mientras
lo comía, con un interés que no habría sido mas intenso si se
hubiera tratado de un mortífero explosivo y hubieran esperado que
volara el rey lanzando sus miembros por el recinto. Cuidaba Tom de
no apresurarse y también cuidaba de no hacer nada por sí mismo, sino
de esperar a que el funcionario competente se arrodillara ante él y
lo hiciera. Salió del paso sin un error: ¡impecable y preciado
triunfo!
Cuando al fin terminó el yantar y salió Tom en medio de su brillante
séquito, con los oídos ensordecidos por el clamor de las trompetas,
de los tambores y miles de aclamaciones, se dijo que, si ya había
pasado lo peor, que era comer en público, sería una experiencia que
sin inconveniente soportaría varias veces cada día, si con ello
podía liberarse de algunos de los más terribles requerimientos de su
oficio regio. |