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CAPÍTULO XVII continuación - Pag 53

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THE PASTOR AND HIS PARISHIONER

Hester Prynne was now fully sensible of the deep injury for which she was responsible to this unhappy man, in permitting him to lie for so many years, or, indeed, for a single moment, at the mercy of one whose purposes could not be other than malevolent. The very contiguity of his enemy, beneath whatever mask the latter might conceal himself, was enough to disturb the magnetic sphere of a being so sensitive as Arthur Dimmesdale. There had been a period when Hester was less alive to this consideration; or, perhaps, in the misanthropy of her own trouble, she left the minister to bear what she might picture to herself as a more tolerable doom. But of late, since the night of his vigil, all her sympathies towards him had been both softened and invigorated.

She now read his heart more accurately. She doubted not that the continual presence of Roger Chillingworth—the secret poison of his malignity, infecting all the air about him—and his authorised interference, as a physician, with the minister's physical and spiritual infirmities—that these bad opportunities had been turned to a cruel purpose. By means of them, the sufferer's conscience had been kept in an irritated state, the tendency of which was, not to cure by wholesome pain, but to disorganize and corrupt his spiritual being. Its result, on earth, could hardly fail to be insanity, and hereafter, that eternal alienation from the Good and True, of which madness is perhaps the earthly type.

Such was the ruin to which she had brought the man, once—nay, why should we not speak it?—still so passionately loved! Hester felt that the sacrifice of the clergyman's good name, and death itself, as she had already told Roger Chillingworth, would have been infinitely preferable to the alternative which she had taken upon herself to choose. And now, rather than have had this grievous wrong to confess, she would gladly have laid down on the forest leaves, and died there, at Arthur Dimmesdale's feet.

"Oh, Arthur!" cried she, "forgive me! In all things else, I have striven to be true! Truth was the one virtue which I might have held fast, and did hold fast, through all extremity; save when thy good—thy life—thy fame—were put in question! Then I consented to a deception. But a lie is never good, even though death threaten on the other side! Dost thou not see what I would say? That old man!—the physician!—he whom they call Roger Chillingworth!—he was my husband!"

The minister looked at her for an instant, with all that violence of passion, which—intermixed in more shapes than one with his higher, purer, softer qualities—was, in fact, the portion of him which the devil claimed, and through which he sought to win the rest. Never was there a blacker or a fiercer frown than Hester now encountered. For the brief space that it lasted, it was a dark transfiguration. But his character had been so much enfeebled by suffering, that even its lower energies were incapable of more than a temporary struggle. He sank down on the ground, and buried his face in his hands.

"I might have known it," murmured he—"I did know it! Was not the secret told me, in the natural recoil of my heart at the first sight of him, and as often as I have seen him since? Why did I not understand? Oh, Hester Prynne, thou little, little knowest all the horror of this thing! And the shame!—the indelicacy!—the horrible ugliness of this exposure of a sick and guilty heart to the very eye that would gloat over it! Woman, woman, thou art accountable for this!—I cannot forgive thee!"
"Thou shalt forgive me!" cried Hester, flinging herself on the fallen leaves beside him. "Let God punish! Thou shalt forgive!"

With sudden and desperate tenderness she threw her arms around him, and pressed his head against her bosom, little caring though his cheek rested on the scarlet letter. He would have released himself, but strove in vain to do so.

Hester would not set him free, lest he should look her sternly in the face. All the world had frowned on her—for seven long years had it frowned upon this lonely woman—and still she bore it all, nor ever once turned away her firm, sad eyes. Heaven, likewise, had frowned upon her, and she had not died. But the frown of this pale, weak, sinful, and sorrow-stricken man was what Hester could not bear, and live!

"Wilt thou yet forgive me?" she repeated, over and over again.
"Wilt thou not frown? Wilt thou forgive?"

"I do forgive you, Hester," replied the minister at length, with a deep utterance, out of an abyss of sadness, but no anger.

"I freely forgive you now. May God forgive us both. We are not, Hester, the worst sinners in the world. There is one worse than even the polluted priest! That old man's revenge has been blacker than my sin. He has violated, in cold blood, the sanctity of a human heart. Thou and I, Hester, never did so!"

     

EL PASTOR DE ALMAS Y SU FELIGRESA

Ester Prynne comprendió ahora perfectamente el mal inmenso hecho a este hombre desgraciado, y de que era ella responsable, al dejarle permanecer por tantos años, más aun, por un solo momento, a la merced de un hombre cuyo propósito y objeto no podían ser sino perversos. La sola proximidad de este enemigo, bajo cualquiera máscara que quisiera ocultarse, era ya suficiente para perturbar un alma tan delicadamente sensible como la de Arturo Dimmesdale. Hubo cierto tiempo en que Ester no se dio bastante cuenta de todo esto; o quizás, en la profunda contemplación de su propia desgracia, dejó que el ministro soportara lo que ella podría imaginarse que era un destino más tolerable. Pero últimamente, desde la noche aquella de su vigilia, sintió profunda compasión hacia él, pues podía leer ahora con más acierto en su corazón. No dudaba que la continua presencia de Roger Chillingworth,—infectando con la ponzoña de su malignidad el aire que le rodeaba,—y su intervención autorizada, como médico, en las dolencias físicas y espirituales del ministro, no dudaba, no, que todas esas oportunidades las había aprovechado para fines aviesos. Sí, esas oportunidades le habían permitido mantener la conciencia de su paciente en un estado de irritación constante, no para curarle por medio del dolor, sino para desorganizar y corromper su ser espiritual. Su resultado en la tierra sería indudablemente la locura; y más allá de esta vida, aquel eterno alejamiento de Dios y de la Verdad, del que la locura es acaso el tipo terrestre.
¡Á tal estado de infortunio y miseria había ella traído al hombre que en otro tiempo,—y, ¿por qué no decirlo?—que aun amaba apasionadamente! Ester comprendió que el sacrificio del buen nombre del eclesiástico y hasta la muerte misma, como se lo había dicho a Roger Chillingworth, habrían sido infinitamente preferibles a la alternativa que ella se había visto obligada a escoger. Y ahora, más bien que tener que confesar este funesto error, hubiera querido arrojarse sobre las hojas de la selva y morir allí a los pies de Arturo Dimmesdale.
—¡Oh Arturo!—exclamó Ester,—¡perdóname! En todas las cosas de este mundo he tratado de ser sincera y atenerme a la verdad. La única virtud a que podía haberme aferrado, y a la que me aferré fuertemente hasta la última extremidad, ha sido la verdad; en todas las circunstancias lo hice, excepto cuando se trató de tu bien, de tu vida, de tu reputación; entonces consentí en el engaño. Pero una mentira nunca es buena, aun cuando la muerte nos amenace, ¿No adivinas lo que voy a decir?... Ese anciano,—ese médico,—ese a quien llaman Roger Chillingworth... ¡fue mi marido!
Arturo Dimmesdale la miró un instante con toda aquella violenta pasión que,—entrelazada de más de un modo a sus otras cualidades más elevadas, puras y serenas,—era en realidad la parte a que dirigía sus ataques el enemigo del género humano, y por medio de la cual trataba de ganar todo el resto. Nunca hubo en su rostro una expresión de cólera tan sombría y feroz como la que entonces vio Ester. Durante el breve espacio de tiempo que duró, fue verdaderamente una horrible transformación. Pero el carácter de Dimmesdale en tal manera se había debilitado por el sufrimiento, que aun esos arranques de energía de un grado inferior no podían durar sino un rápido momento. Se arrojó al suelo y sepultó el rostro entre las manos.
—¡Debía haberlo conocido!—murmuró.—Sí: lo conocí, ¿No me reveló ese secreto la voz íntima de mi corazón desde la primera vez que le ví, y después cuantas veces le he visto desde entonces? ¿Por qué no lo comprendí? ¡Oh Ester Prynne! ¡qué poco, qué poco conoces todo el horror de esto! ¡Y la vergüenza!... ¡la vergüenza!... ¡la horrible fealdad de exponer un corazón enfermo y culpado a las miradas del hombre que con ello tanto había de regocijarse!... ¡Mujer, mujer, tú eres responsable de esto!... ¡Yo no puedo perdonarte!
—Sí, sí; tú tienes que perdonarme,—exclamó Ester arrojándose junto a él sobre las hojas del suelo.—¡Castígueme Dios, pero tú tienes que perdonarme!
Y con un rápido y desesperado arranque de ternura le rodeó el cuello con los brazos y le estrechó la cabeza contra su seno, sin cuidarse de si la mejilla del ministro reposaba sobre la letra escarlata. Dimmesdale, aunque en vano, intentó desasirse de los brazos que así le estrechaban. Ester no quiso soltarle por temor de que fijase en ella una mirada severa. El mundo entero la había rechazado, y durante siete largos años había mirado con ceño a esta pobre mujer solitaria,—y ella lo había sufrido todo, sin devolver siquiera al mundo una mirada de sus ojos firmes, aunque tristes. El cielo también la había mirado con ceño, y ella no había sucumbido sin embargo. Pero el ceño de este hombre pálido, débil, pecador, a quien el pesar abatía de tal modo, era lo que Ester no podía soportar y seguir viviendo.
—¿No me quieres perdonar? ¿No quieres perdonarme?—repetía una y otra vez.—¡No me rechaces! ¿Me quieres perdonar?
—Sí, te perdono, Ester,—replicó el ministro al fin, con hondo acento salido de un abismo de tristeza, pero sin cólera.—Te perdono ahora de todo corazón. Así nos perdone Dios a entrambos. No somos los más negros pecadores del mundo, Ester. ¡Hay uno que es aun peor que este contaminado ministro del altar! La venganza de ese anciano ha sido más negra que mi pecado. a sangre fría ha violado la santidad de un corazón humano. Ni tú ni yo, Ester, jamás lo hicimos.

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