THE PASTOR AND HIS PARISHIONER Hester Prynne was now
fully sensible of the deep injury for which she was responsible to
this unhappy man, in permitting him to lie for so many years, or,
indeed, for a single moment, at the mercy of one whose purposes
could not be other than malevolent. The very contiguity of his enemy,
beneath whatever mask the latter might conceal himself, was enough
to disturb the magnetic sphere of a being so sensitive as Arthur
Dimmesdale. There had been a period when Hester was less alive to
this consideration; or, perhaps, in the misanthropy of her own
trouble, she left the minister to bear what she might picture to
herself as a more tolerable doom. But of late, since the night of
his vigil, all her sympathies towards him had been both softened and
invigorated.
She now read his heart more accurately. She doubted not that the
continual presence of Roger Chillingworth—the secret poison of his
malignity, infecting all the air about him—and his authorised
interference, as a physician, with the minister's physical and
spiritual infirmities—that these bad opportunities had been turned
to a cruel purpose. By means of them, the sufferer's conscience had
been kept in an irritated state, the tendency of which was, not to
cure by wholesome pain, but to disorganize and corrupt his spiritual
being. Its result, on earth, could hardly fail to be insanity, and
hereafter, that eternal alienation from the Good and True, of which
madness is perhaps the earthly type.
Such was the ruin to which she had brought the man, once—nay, why
should we not speak it?—still so passionately loved! Hester felt
that the sacrifice of the clergyman's good name, and death itself,
as she had already told Roger Chillingworth, would have been
infinitely preferable to the alternative which she had taken upon
herself to choose. And now, rather than have had this grievous wrong
to confess, she would gladly have laid down on the forest leaves,
and died there, at Arthur Dimmesdale's feet.
"Oh, Arthur!" cried she, "forgive me! In all things else, I have
striven to be true! Truth was the one virtue which I might have held
fast, and did hold fast, through all extremity; save when thy good—thy
life—thy fame—were put in question! Then I consented to a deception.
But a lie is never good, even though death threaten on the other
side! Dost thou not see what I would say? That old man!—the
physician!—he whom they call Roger Chillingworth!—he was my husband!"
The minister looked at her for an instant, with all that violence
of passion, which—intermixed in more shapes than one with his higher,
purer, softer qualities—was, in fact, the portion of him which the
devil claimed, and through which he sought to win the rest. Never
was there a blacker or a fiercer frown than Hester now encountered.
For the brief space that it lasted, it was a dark transfiguration.
But his character had been so much enfeebled by suffering, that even
its lower energies were incapable of more than a temporary struggle.
He sank down on the ground, and buried his face in his hands.
"I might have known it," murmured he—"I did know it! Was not the
secret told me, in the natural recoil of my heart at the first sight
of him, and as often as I have seen him since? Why did I not
understand? Oh, Hester Prynne, thou little, little knowest all the
horror of this thing! And the shame!—the indelicacy!—the horrible
ugliness of this exposure of a sick and guilty heart to the very eye
that would gloat over it! Woman, woman, thou art accountable for
this!—I cannot forgive thee!"
"Thou shalt forgive me!" cried Hester, flinging herself on the
fallen leaves beside him. "Let God punish! Thou shalt forgive!"
With sudden and desperate tenderness she threw her arms around
him, and pressed his head against her bosom, little caring though
his cheek rested on the scarlet letter. He would have released
himself, but strove in vain to do so.
Hester would not set him free, lest he should look her sternly in
the face. All the world had frowned on her—for seven long years had
it frowned upon this lonely woman—and still she bore it all, nor
ever once turned away her firm, sad eyes. Heaven, likewise, had
frowned upon her, and she had not died. But the frown of this pale,
weak, sinful, and sorrow-stricken man was what Hester could not bear,
and live!
"Wilt thou yet forgive me?" she repeated, over and over again.
"Wilt thou not frown? Wilt thou forgive?"
"I do forgive you, Hester," replied the minister at length, with
a deep utterance, out of an abyss of sadness, but no anger.
"I freely forgive you now. May God forgive us both. We are not,
Hester, the worst sinners in the world. There is one worse than even
the polluted priest! That old man's revenge has been blacker than my
sin. He has violated, in cold blood, the sanctity of a human heart.
Thou and I, Hester, never did so!" |
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EL PASTOR DE ALMAS Y SU FELIGRESA Ester Prynne
comprendió ahora perfectamente el mal inmenso hecho a este hombre
desgraciado, y de que era ella responsable, al dejarle permanecer
por tantos años, más aun, por un solo momento, a la merced de un
hombre cuyo propósito y objeto no podían ser sino perversos. La sola
proximidad de este enemigo, bajo cualquiera máscara que quisiera
ocultarse, era ya suficiente para perturbar un alma tan
delicadamente sensible como la de Arturo Dimmesdale. Hubo cierto
tiempo en que Ester no se dio bastante cuenta de todo esto; o
quizás, en la profunda contemplación de su propia desgracia, dejó
que el ministro soportara lo que ella podría imaginarse que era un
destino más tolerable. Pero últimamente, desde la noche aquella de
su vigilia, sintió profunda compasión hacia él, pues podía leer
ahora con más acierto en su corazón. No dudaba que la continua
presencia de Roger Chillingworth,—infectando con la ponzoña de su
malignidad el aire que le rodeaba,—y su intervención autorizada,
como médico, en las dolencias físicas y espirituales del ministro,
no dudaba, no, que todas esas oportunidades las había aprovechado
para fines aviesos. Sí, esas oportunidades le habían permitido
mantener la conciencia de su paciente en un estado de irritación
constante, no para curarle por medio del dolor, sino para
desorganizar y corromper su ser espiritual. Su resultado en la
tierra sería indudablemente la locura; y más allá de esta vida,
aquel eterno alejamiento de Dios y de la Verdad, del que la locura
es acaso el tipo terrestre.
¡Á tal estado de infortunio y miseria había ella traído al hombre
que en otro tiempo,—y, ¿por qué no decirlo?—que aun amaba
apasionadamente! Ester comprendió que el sacrificio del buen nombre
del eclesiástico y hasta la muerte misma, como se lo había dicho a
Roger Chillingworth, habrían sido infinitamente preferibles a la
alternativa que ella se había visto obligada a escoger. Y ahora, más
bien que tener que confesar este funesto error, hubiera querido
arrojarse sobre las hojas de la selva y morir allí a los pies de
Arturo Dimmesdale.
—¡Oh Arturo!—exclamó Ester,—¡perdóname! En todas las cosas de este
mundo he tratado de ser sincera y atenerme a la verdad. La única
virtud a que podía haberme aferrado, y a la que me aferré
fuertemente hasta la última extremidad, ha sido la verdad; en todas
las circunstancias lo hice, excepto cuando se trató de tu bien, de
tu vida, de tu reputación; entonces consentí en el engaño. Pero una
mentira nunca es buena, aun cuando la muerte nos amenace, ¿No
adivinas lo que voy a decir?... Ese anciano,—ese médico,—ese a quien
llaman Roger Chillingworth... ¡fue mi marido!
Arturo Dimmesdale la miró un instante con toda aquella violenta
pasión que,—entrelazada de más de un modo a sus otras cualidades más
elevadas, puras y serenas,—era en realidad la parte a que dirigía
sus ataques el enemigo del género humano, y por medio de la cual
trataba de ganar todo el resto. Nunca hubo en su rostro una
expresión de cólera tan sombría y feroz como la que entonces vio
Ester. Durante el breve espacio de tiempo que duró, fue
verdaderamente una horrible transformación. Pero el carácter de
Dimmesdale en tal manera se había debilitado por el sufrimiento, que
aun esos arranques de energía de un grado inferior no podían durar
sino un rápido momento. Se arrojó al suelo y sepultó el rostro entre
las manos.
—¡Debía haberlo conocido!—murmuró.—Sí: lo conocí, ¿No me reveló ese
secreto la voz íntima de mi corazón desde la primera vez que le ví,
y después cuantas veces le he visto desde entonces? ¿Por qué no lo
comprendí? ¡Oh Ester Prynne! ¡qué poco, qué poco conoces todo el
horror de esto! ¡Y la vergüenza!... ¡la vergüenza!... ¡la horrible
fealdad de exponer un corazón enfermo y culpado a las miradas del
hombre que con ello tanto había de regocijarse!... ¡Mujer, mujer, tú
eres responsable de esto!... ¡Yo no puedo perdonarte!
—Sí, sí; tú tienes que perdonarme,—exclamó Ester arrojándose junto a
él sobre las hojas del suelo.—¡Castígueme Dios, pero tú tienes que
perdonarme!
Y con un rápido y desesperado arranque de ternura le rodeó el cuello
con los brazos y le estrechó la cabeza contra su seno, sin cuidarse
de si la mejilla del ministro reposaba sobre la letra escarlata.
Dimmesdale, aunque en vano, intentó desasirse de los brazos que así
le estrechaban. Ester no quiso soltarle por temor de que fijase en
ella una mirada severa. El mundo entero la había rechazado, y
durante siete largos años había mirado con ceño a esta pobre mujer
solitaria,—y ella lo había sufrido todo, sin devolver siquiera al
mundo una mirada de sus ojos firmes, aunque tristes. El cielo
también la había mirado con ceño, y ella no había sucumbido sin
embargo. Pero el ceño de este hombre pálido, débil, pecador, a quien
el pesar abatía de tal modo, era lo que Ester no podía soportar y
seguir viviendo.
—¿No me quieres perdonar? ¿No quieres perdonarme?—repetía una y otra
vez.—¡No me rechaces! ¿Me quieres perdonar?
—Sí, te perdono, Ester,—replicó el ministro al fin, con hondo acento
salido de un abismo de tristeza, pero sin cólera.—Te perdono ahora
de todo corazón. Así nos perdone Dios a entrambos. No somos los más
negros pecadores del mundo, Ester. ¡Hay uno que es aun peor que este
contaminado ministro del altar! La venganza de ese anciano ha sido
más negra que mi pecado. a sangre fría ha violado la santidad de un
corazón humano. Ni tú ni yo, Ester, jamás lo hicimos. |