A FOREST WALK Thus conversing, they entered sufficiently
deep into the wood to secure themselves from the observation of any
casual passenger along the forest track. Here they sat down on a
luxuriant heap of moss; which at some epoch of the preceding century,
had been a gigantic pine, with its roots and trunk in the darksome
shade, and its head aloft in the upper atmosphere. It was a little
dell where they had seated themselves, with a leaf-strewn bank
rising gently on either side, and a brook flowing through the midst,
over a bed of fallen and drowned leaves. The trees impending over it
had flung down great branches from time to time, which choked up the
current, and compelled it to form eddies and black depths at some
points; while, in its swifter and livelier passages there appeared a
channel-way of pebbles, and brown, sparkling sand. Letting the eyes
follow along the course of the stream, they could catch the
reflected light from its water, at some short distance within the
forest, but soon lost all traces of it amid the bewilderment of tree-trunks
and underbrush, and here and there a huge rock covered over with
gray lichens. All these giant trees and boulders of granite seemed
intent on making a mystery of the course of this small brook;
fearing, perhaps, that, with its never-ceasing loquacity, it should
whisper tales out of the heart of the old forest whence it flowed,
or mirror its revelations on the smooth surface of a pool.
Continually, indeed, as it stole onward, the streamlet kept up a
babble, kind, quiet, soothing, but melancholy, like the voice of a
young child that was spending its infancy without playfulness, and
knew not how to be merry among sad acquaintance and events of sombre
hue.
"Oh, brook! Oh, foolish and tiresome little brook!" cried
Pearl, after listening awhile to its talk, "Why art thou so sad?
Pluck up a spirit, and do not be all the time sighing and
murmuring!"
But the brook, in the course of its little lifetime among the forest
trees, had gone through so solemn an experience that it could not
help talking about it, and seemed to have nothing else to say. Pearl
resembled the brook, inasmuch as the current of her life gushed from
a well-spring as mysterious, and had flowed through scenes shadowed
as heavily with gloom. But, unlike the little stream, she danced and
sparkled, and prattled airily along her course.
"What does this sad little brook say, mother?" inquired she.
"If thou hadst a sorrow of thine own, the brook might tell thee of
it," answered her mother, "even as it is telling me of mine. But now,
Pearl, I hear a footstep along the path, and the noise of one
putting aside the branches. I would have thee betake thyself to
play, and leave me to speak with him that comes yonder."
"Is it the Black Man?" asked Pearl.
"Wilt thou go and play, child?" repeated her mother, "But do not
stray far into the wood. And take heed that thou come at my first
call."
"Yes, mother," answered Pearl, "But if it be the Black Man, wilt
thou not let me stay a moment, and look at him, with his big book
under his arm?"
"Go, silly child!" said her mother impatiently. "It is no Black Man!
Thou canst see him now, through the trees. It is the minister!"
"And so it is!" said the child. "And, mother, he has his hand over
his heart! Is it because, when the minister wrote his name in the
book, the Black Man set his mark in that place? But why does he not
wear it outside his bosom, as thou dost, mother?"
"Go now, child, and thou shalt tease me as thou wilt another time,"
cried Hester Prynne. "But do not stray far. Keep where thou canst
hear the babble of the brook."
The child went singing away, following up the current of the brook,
and striving to mingle a more lightsome cadence with its melancholy
voice. But the little stream would not be comforted, and still kept
telling its unintelligible secret of some very mournful mystery that
had happened—or making a prophetic lamentation about something that
was yet to happen—within the verge of the dismal forest. So Pearl,
who had enough of shadow in her own little life, chose to break off
all acquaintance with this repining brook. She set herself,
therefore, to gathering violets and wood-anemones, and some scarlet
columbines that she found growing in the crevice of a high rock.
When her elf-child had departed, Hester Prynne made a step or two
towards the track that led through the forest, but still remained
under the deep shadow of the trees. She beheld the minister
advancing along the path entirely alone, and leaning on a staff
which he had cut by the wayside. He looked haggard and feeble, and
betrayed a nerveless despondency in his air, which had never so
remarkably characterised him in his walks about the settlement, nor
in any other situation where he deemed himself liable to notice.
Here it was wofully visible, in this intense seclusion of the forest,
which of itself would have been a heavy trial to the spirits. There
was a listlessness in his gait, as if he saw no reason for taking
one step further, nor felt any desire to do so, but would have been
glad, could he be glad of anything, to fling himself down at the
root of the nearest tree, and lie there passive for evermore. The
leaves might bestrew him, and the soil gradually accumulate and form
a little hillock over his frame, no matter whether there were life
in it or no. Death was too definite an object to be wished for or
avoided.
To Hester's eye, the Reverend Mr. Dimmesdale exhibited no symptom of
positive and vivacious suffering, except that, as little Pearl had
remarked, he kept his hand over his heart. |
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UN PASEO POR EL BOSQUE
Conversando así, penetraron en el bosque lo bastante para ponerse a
cubierto de las miradas de algún transeúnte casual, y se sentaron en
el tronco carcomido de un pino que en otros tiempos habría sido un
árbol gigantesco y ahora era tan solo una masa de musgo. El lugar en
que se sentaron era una pequeña hondonada, atravesada por un
arroyuelo que se deslizaba sobre un lecho de hojas de árboles. Las
ramas caídas de estos árboles interrumpían de trecho en trecho la
corriente del arroyuelo, que formaba pequeños remolinos aquí y allí,
mientras en otras partes se deslizaba a manera de un canal sobre un
lecho de piedrecitas y arena. Siguiendo con la vista el curso del
agua se veía a veces en su superficie el reflejo de la luz del sol,
pero pronto se perdía en medio del laberinto de árboles y matorrales
que crecían a lo largo de sus orillas: aquí y allí tropezaba con
alguna gran roca cubierta de liquen. Todos estos árboles y estas
rocas de granito parecían destinados a hacer un misterio del curso
de este arroyuelo, temiendo quizás que su incesante locuacidad
revelase las historias de la antigua selva. Constantemente, es
verdad, mientras el arroyuelo continuaba deslizándose hacia
adelante, dejaba oír un suave, apacible y tranquilo murmurio, aunque
lleno de dulce melancolía, como el acento de un niño que pasara los
primeros años de su vida sin compañeros de su edad con quienes poder
jugar, y no supiese lo que fuera estar alegre, por vivir entre
tristes parientes y aun más tristes acontecimientos.
—¡Oh arroyuelo! ¡Oh loco y fastidioso arroyuelo!—exclamó Perla
después de prestar oído un rato a sus murmullos.—¿Por qué estás tan
triste? ¡Cobra ánimo y no estés todo el tiempo suspirando y
murmurando!
Pero el arroyuelo, en el curso de su existencia entre los árboles de
la selva, había pasado por una experiencia tan solemne que no podía
menos sino expresarla con el rumor de sus ondas, y parecía que no
tenía otra cosa que decir. Perla se asemejaba al arroyuelo, en
cuanto a que la corriente de su vida había brotado de una fuente
también misteriosa, y se había deslizado entre escenas harto
sombrías. Pero, todo lo contrario del arroyuelo, la niña bailaba, y
se divertía y charlaba a medida que su existencia transcurría.
—¿Qué dice este arroyuelo tan triste, madre?—preguntó la niña.
—Si tuvieras algún pesar que te abrumara, el arroyuelo te lo
diría,—respondió la madre,—así como me habla a mí del mío. Pero
ahora, Perla, oigo pasos en el camino y el ruido que forma el
apartar las ramas de los árboles; vete a jugar y déjame que hable un
rato con el hombre que viene allá a lo lejos.
—¿Es el Hombre Negro?—preguntó Perla.
—Vete a jugar,—repitió la madre,—pero no te internes mucho en el
bosque, y ten cuidado de venir en el instante que te llame.
—Sí, madre,—respondió Perla,—pero si fuere el Hombre Negro, ¿no
quieres permitirme que me quede un rato para mirarlo con su gran
libro bajo el brazo?
—Vete a jugar, tontuela,—dijo la madre impaciente,—no es el Hombre
Negro. Ahora puedes verlo por entre los árboles. Es el ministro.
—Sí, él es,—dijo la niña.—Y tiene la mano sobre el corazón, madre.
Eso es porque cuando el ministro escribió su nombre en el libro, el
Hombre Negro le puso la señal en el pecho. Y ¿por qué no la lleva
como tú fuera del pecho?
—Ve a jugar ahora, niña, y atorméntame después cuanto
quieras,—exclamó Ester.—Pero no te alejes mucho. Quédate donde
puedas oir la charla del arroyuelo.
La niña se alejó cantando a lo largo de la corriente del arroyuelo,
tratando de mezclar algunos acentos más alegres a la melancólica
cadencia de sus aguas. Pero el arroyuelo no quería ser consolado y
continuó, como antes, refiriendo su secreto ininteligible de algo
muy triste y misterioso que había sucedido, o lamentándose
proféticamente de algo que iba a acontecer en la sombría floresta;
pero Perla que tenía harta sombra en su breve existencia, se alejó
del arroyuelo gemidor, y se puso a recoger violetas y anémonas y
algunas florecillas color de escarlata que encontró creciendo en los
intersticios de una alta roca.
Cuando la niña hubo partido, Ester dio un par de pasos hacia el
sendero que atravesaba la selva, aunque permaneciendo todavía bajo
la espesa sombra de los árboles. Vio al ministro que avanzaba
solitario apoyándose en una rama que había cortado en el camino. Su
aspecto era el de una persona macilenta y débil, y se revelaba en
todo su ser un abatimiento, que nunca se había notado en él en tanto
grado, ni en sus paseos por la población, ni en ninguna otra
oportunidad en que creyera que se le pudiese observar. Aquí, en la
intensa soledad de la selva, era penosamente visible. En su modo de
andar había una especie de cansancio, como si no viera razón alguna
para dar un paso más, ni experimentase el deseo de hacerlo, sino que
con sumo placer, si es que algo pudiera causarle placer, habría
preferido arrojarse al pie del árbol más cercano y tenderse allí a
descansar para siempre. Podrían cubrirle las hojas, y el terreno
elevarse gradualmente y formar un montecillo sobre su cuerpo, sin
importar nada que éste estuviera animado o no por la vida. La muerte
era un objeto demasiado definido para que pudiese anhelarla o
desease evitarla.
Para Ester, a juzgar por lo que ella podía ver, el Reverendo Arturo
Dimmesdale no presentaba síntoma ninguno visible de un padecimiento
real y profundo, excepto que, como Perla ya había notado, siempre se
llevaba la mano al corazón. |