THE LEECH AND HIS PATIENT
So she drew her mother away, skipping, dancing, and frisking
fantastically among the hillocks of the dead people, like a creature
that had nothing in common with a bygone and buried generation, nor
owned herself akin to it. It was as if she had been made afresh out
of new elements, and must perforce be permitted to live her own life,
and be a law unto herself without her eccentricities being reckoned
to her for a crime.
"There goes a woman," resumed Roger Chillingworth, after a pause, "who,
be her demerits what they may, hath none of that mystery of hidden
sinfulness which you deem so grievous to be borne. Is Hester Prynne
the less miserable, think you, for that scarlet letter on her breast?"
"I do verily believe it," answered the clergyman. "Nevertheless, I
cannot answer for her. There was a look of pain in her face which I
would gladly have been spared the sight of. But still, methinks, it
must needs be better for the sufferer to be free to show his pain,
as this poor woman Hester is, than to cover it up in his heart."
There was another pause, and the physician began anew to examine and
arrange the plants which he had gathered.
"You inquired of me, a little time agone," said he, at length, "my
judgment as touching your health."
"I did," answered the clergyman, "and would gladly learn it.
Speak frankly, I pray you, be it for life or death."
"Freely then, and plainly," said the physician, still busy with his
plants, but keeping a wary eye on Mr. Dimmesdale, "the disorder is a
strange one; not so much in itself nor as outwardly manifested,—in
so far, at least as the symptoms have been laid open to my
observation. Looking daily at you, my good sir, and watching the
tokens of your aspect now for months gone by, I should deem you a
man sore sick, it may be, yet not so sick but that an instructed and
watchful physician might well hope to cure you. But I know not what
to say, the disease is what I seem to know, yet know it not."
"You speak in riddles, learned sir," said the pale minister,
glancing aside out of the window.
"Then, to speak more plainly," continued the physician, "and I
crave pardon, sir, should it seem to require pardon, for this
needful plainness of my speech. Let me ask as your friend, as one
having charge, under Providence, of your life and physical well
being, hath all the operations of this disorder been fairly laid
open and recounted to me?"
"How can you question it?" asked the minister. "Surely it were
child's play to call in a physician and then hide the sore!"
"You would tell me, then, that I know all?" said Roger
Chillingworth, deliberately, and fixing an eye, bright with intense
and concentrated intelligence, on the minister's face. "Be it so!
But again! He to whom only the outward and physical evil is laid
open, knoweth, oftentimes, but half the evil which he is called upon
to cure. A bodily disease, which we look upon as whole and entire
within itself, may, after all, be but a symptom of some ailment in
the spiritual part. Your pardon once again, good sir, if my speech
give the shadow of offence. You, sir, of all men whom I have known,
are he whose body is the closest conjoined, and imbued, and
identified, so to speak, with the spirit whereof it is the
instrument."
"Then I need ask no further," said the clergyman, somewhat
hastily rising from his chair. "You deal not, I take it, in medicine
for the soul!"
"Thus, a sickness," continued Roger Chillingworth, going on, in an
unaltered tone, without heeding the interruption, but standing up
and confronting the emaciated and white-cheeked minister, with his
low, dark, and misshapen figure,—"a sickness, a sore place, if we
may so call it, in your spirit hath immediately its appropriate
manifestation in your bodily frame. Would you, therefore, that your
physician heal the bodily evil? How may this be unless you first lay
open to him the wound or trouble in your soul?"
"No, not to thee! not to an earthly physician!" cried Mr.
Dimmesdale, passionately, and turning his eyes, full and bright, and
with a kind of fierceness, on old Roger Chillingworth. "Not to thee!
But, if it be the soul's disease, then do I commit myself to the one
Physician of the soul! He, if it stand with His good pleasure, can
cure, or he can kill. Let Him do with me as, in His justice and
wisdom, He shall see good. But who art thou, that meddlest in this
matter? that dares thrust himself between the sufferer and his God?"
With a frantic gesture he rushed out of the room.
"It is as well to have made this step," said Roger Chillingworth to
himself, looking after the minister, with a grave smile. "There is
nothing lost. We shall be friends again anon. But see, now, how
passion takes hold upon this man, and hurrieth him out of himself!
As with one passion so with another. He hath done a wild thing ere
now, this pious Master Dimmesdale, in the hot passion of his heart." |
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EL MÉDICO Y SU PACIENTE E hizo partir a su madre,
saltando, bailando, retozando fantásticamente entre los túmulos de
los muertos, como criatura que nada tuviese de común con las
generaciones allí enterradas, ni aun el más remoto parentesco con
ellas. Parecía como si hubiera sido creada de nuevos elementos,
debiendo por lo tanto vivir forzosamente una existencia aparte, con
leyes propias y especiales, sin que pudieran considerarse un crimen
sus excentricidades.
—Ahí va una mujer,—prosiguió el médico después de una pausa,—que
sean cuales fueren sus faltas, no tiene nada de esa misteriosa
corrupción oculta que creéis debe ser tan dura de llevar. ¿Pensáis
acaso que Ester Prynne es menos infeliz a causa de esa letra
escarlata que ostenta en el seno?
—Así lo creo,—replicó el ministro. Sin embargo, no puedo responder
por ella. Hay en su rostro una expresión de dolor, que hubiera
deseado no haber visto. Creo, no obstante, que es mucho mejor para
el paciente hallarse en libertad de mostrar su dolor, como acontece
con esta pobre Ester, que no llevarlo oculto en su corazón.
Hubo otra pausa; y el médico empezó de nuevo a examinar y a arreglar
las plantas que había recogido.
—Me preguntasteis, no ha mucho, dijo, mi opinión acerca de vuestra
salud.
—Así lo hice,—respondió Dimmesdale,—y me alegraría conocerla. Os
ruego que habléis francamente, sea cuál fuere vuestra sentencia.
—Pues bien, con toda franqueza y sin rodeos,—dijo el médico ocupado
aun en el arreglo de sus hierbas, pero observando con circunspección
al Sr. Dimmesdale,—la enfermedad es muy extraña; no tanto en sí
misma, o en su manera de manifestarse exteriormente, a lo menos
hasta donde puedo juzgar por los síntomas que me ha sido dado
observar. Viéndoos diariamente, mi buen señor, y habiendo estudiado
durante meses los cambios de vuestra fisonomía, podría quizás
consideraros un hombre bastante enfermo, aunque no tan enfermo que
un médico instruído y vigilante no abrigara la esperanza de curar.
Pero—no sé qué decir,—la enfermedad parece serme conocida, y sin
embargo no la conozco.
—Estáis hablando en enigmas, mi sabio señor, dijo el pálido ministro
mirando por la ventana hacia afuera.
—Entonces, para hablar con más claridad,—continuó el médico, y os
pido perdón, si es necesario que se me perdone la franqueza de mi
lenguaje,—permitidme que os pregunte,—como amigo vuestro, a cuyo
cargo ha puesto la Providencia vuestra vida y bienestar físico,—si
me habéis expuesto y referido completamente todos los efectos y
síntomas de esta enfermedad.
—¿Cómo podéis hacerme semejante pregunta?—replicó el ministro. Sería
ciertamente un juego de niños llamar a un médico y ocultar la llaga.
—Me dais, pues, a entender que lo sé todo,—dijo Roger Chillingworth
con acento deliberado y fijando en el ministro una mirada perspicaz,
llena de intensa y concentrada inteligencia. Así será; pero aquel a
quien se le expone solamente el mal físico y externo, a veces no
conoce sino la mitad del mal para cuya curación se le ha llamado.
Una enfermedad del cuerpo, que consideramos un todo completo en sí
mismo, puede acaso no ser sino el síntoma de alguna perturbación
puramente espiritual. Os pido de nuevo perdón, mi buen amigo, si mi
lenguaje os ofende en lo más mínimo; pero de todos los hombres que
he conocido, en ninguno, como en vos, la parte física se halla tan
completamente amalgamada e identificada, si se me permite la
expresión, con la parte espiritual de que aquella es el mero
instrumento.
—En ese caso no necesito haceros más preguntas,—dijo el ministro
levantándose un tanto precipitadamente de su asiento. No creo que
tengáis a vuestro cargo la cura de almas.
—Esto hace,—continuó el médico sin alterar la voz, ni fijarse en la
interrupción, pero poniéndose en pie frente al extenuado y pálido
ministro,—que una enfermedad, que un lugar llagado, si podemos
llamarlo así, en vuestro espíritu, tenga inmediatamente su
manifestación adecuada en vuestra forma corpórea. ¿Quisierais que
vuestro médico curara el mal físico? Pero ¿cómo podrá hacerlo sin
que primero le dejéis ver la herida o pesadumbre de vuestra alma?
—¡No!—¡no a ti!—no a un médico terrenal!—exclamó el Sr. Dimmesdale
con la mayor agitación y fijando sus ojos grandemente abiertos,
brillantes, y con una especie de fiereza, en el viejo Roger
Chillingworth. ¡No a ti! Pero si fuere una enfermedad del alma la
que tengo, entonces me pondré en manos del único Médico del alma; él
puede curar o puede matar según juzgue más conveniente. Haga conmigo
en su justicia y sabiduría lo que crea bueno. Pero ¿quién eres tú,
que te mezclas en este asunto? ¿Tú, que te atreves a interponerte
entre el paciente y su Dios?
Y con ademán furioso salió a toda prisa de la habitación.
—Me alegro de haber dado este paso,—se dijo el médico para sus
adentros, siguiendo con las miradas al ministro y con una grave
sonrisa. Nada hay perdido. Seremos amigos de nuevo y pronto. Pero
ved ¡cómo la cólera se apodera de este hombre y lo pone fuera de sí!
Y lo mismo que acontece con un sentimiento acontece con otro. Este
piadoso Sr. Dimmesdale ha cometido antes de ahora una falta, en un
momento de ardiente arrebato. |