THE LEECH AND HIS PATIENT
"Then why not reveal it here?" asked Roger Chillingworth, glancing
quietly aside at the minister. "Why should not the guilty ones
sooner avail themselves of this unutterable solace?"
"They mostly do," said the clergyman, griping hard at his breast, as
if afflicted with an importunate throb of pain. "Many, many a poor
soul hath given its confidence to me, not only on the death-bed, but
while strong in life, and fair in reputation. And ever, after such
an outpouring, oh, what a relief have I witnessed in those sinful
brethren! even as in one who at last draws free air, after a long
stifling with his own polluted breath. How can it be otherwise? Why
should a wretched man—guilty, we will say, of murder—prefer to keep
the dead corpse buried in his own heart, rather than fling it forth
at once, and let the universe take care of it!"
"Yet some men bury their secrets thus," observed the calm physician.
"True; there are such men," answered Mr. Dimmesdale. "But not to
suggest more obvious reasons, it may be that they are kept silent by
the very constitution of their nature. Or—can we not suppose it?—guilty
as they may be, retaining, nevertheless, a zeal for God's glory and
man's welfare, they shrink from displaying themselves black and
filthy in the view of men; because, thenceforward, no good can be
achieved by them; no evil of the past be redeemed by better service.
So, to their own unutterable torment, they go about among their
fellow-creatures, looking pure as new-fallen snow, while their
hearts are all speckled and spotted with iniquity of which they
cannot rid themselves."
"These men deceive themselves," said Roger Chillingworth, with
somewhat more emphasis than usual, and making a slight gesture with
his forefinger. "They fear to take up the shame that rightfully
belongs to them. Their love for man, their zeal for God's service—these
holy impulses may or may not coexist in their hearts with the evil
inmates to which their guilt has unbarred the door, and which must
needs propagate a hellish breed within them. But, if they seek to
glorify God, let them not lift heavenward their unclean hands! If
they would serve their fellowmen, let them do it by making manifest
the power and reality of conscience, in constraining them to
penitential self-abasement! Would thou have me to believe, O wise
and pious friend, that a false show can be better—can be more for
God's glory, or man' welfare—than God's own truth? Trust me, such
men deceive themselves!"
"It may be so," said the young clergyman, indifferently, as waiving
a discussion that he considered irrelevant or unseasonable. He had a
ready faculty, indeed, of escaping from any topic that agitated his
too sensitive and nervous temperament.—"But, now, I would ask of my
well-skilled physician, whether, in good sooth, he deems me to have
profited by his kindly care of this weak frame of mine?"
Before Roger Chillingworth could answer, they heard the clear, wild
laughter of a young child's voice, proceeding from the adjacent
burial-ground. Looking instinctively from the open window—for it was
summer-time—the minister beheld Hester Prynne and little Pearl
passing along the footpath that traversed the enclosure. Pearl
looked as beautiful as the day, but was in one of those moods of
perverse merriment which, whenever they occurred, seemed to remove
her entirely out of the sphere of sympathy or human contact. She now
skipped irreverently from one grave to another; until coming to the
broad, flat, armorial tombstone of a departed worthy—perhaps of
Isaac Johnson himself—she began to dance upon it. In reply to her
mother's command and entreaty that she would behave more decorously,
little Pearl paused to gather the prickly burrs from a tall burdock
which grew beside the tomb. Taking a handful of these, she arranged
them along the lines of the scarlet letter that decorated the
maternal bosom, to which the burrs, as their nature was, tenaciously
adhered. Hester did not pluck them off.
Roger Chillingworth had by this time approached the window and
smiled grimly down.
"There is no law, nor reverence for authority, no regard for human
ordinances or opinions, right or wrong, mixed up with that child's
composition," remarked he, as much to himself as to his companion.
"I saw her, the other day, bespatter the Governor himself with water
at the cattle-trough in Spring Lane. What, in heaven's name, is she?
Is the imp altogether evil? Hath she affections? Hath she any
discoverable principle of being?"
"None, save the freedom of a broken law," answered Mr. Dimmesdale,
in a quiet way, as if he had been discussing the point within
himself, "Whether capable of good, I know not."
The child probably overheard their voices, for, looking up to the
window with a bright, but naughty smile of mirth and intelligence,
she threw one of the prickly burrs at the Rev. Mr. Dimmesdale. The
sensitive clergyman shrank, with nervous dread, from the light
missile. Detecting his emotion, Pearl clapped her little hands in
the most extravagant ecstacy. Hester Prynne, likewise, had
involuntarily looked up, and all these four persons, old and young,
regarded one another in silence, till the child laughed aloud, and
shouted—"Come away, mother! Come away, or yonder old black man will
catch you! He hath got hold of the minister already. Come away,
mother or he will catch you! But he cannot catch little Pearl!"
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EL MÉDICO Y SU PACIENTE
—Entonces ¿por qué no revelarlos aquí?—preguntó el médico mirando de
soslayo y tranquilamente al ministro—¿por qué los culpables no se
aprovechan cuanto antes de este gozo indecible?
—La mayor parte lo hacen,—dijo Dimmesdale llevándose la mano al
pecho como si fuera presa de repentino dolor. Más de una infeliz
alma ha depositado en mí su secreto, no solo en el lecho de muerte,
sino en la plenitud de la existencia y del goce de una buena
reputación. Y siempre, después de una confesión semejante, ¡oh! ¡qué
aspecto de interna tranquilidad he visto reflejarse en el rostro de
esos hermanos que habían errado en la senda del deber! Y ¿cómo
podría ser de otro modo? ¿Por qué habría de preferir un hombre
culpable, por ejemplo, de asesinato, conservar el cadáver enterrado
en su propio corazón, más bien que arrojarlo lejos de sí de una vez
y por siempre, para que el mundo lo tome por su cuenta?
—Sin embargo, algunos hombres entierran sus secretos de esta
manera,—observó el tranquilo médico.
—Sí, es cierto; existen semejantes hombres,—contestó el Sr.
Dimmesdale. Pero, por no presentar otras razones más obvias, pudiera
ser que no desplieguen los labios a causa de la constitución misma
de su naturaleza. Ó—¿por qué no suponerlo?—por culpables que fueren,
como todavía abrigan verdadero celo por la gloria de Dios y el
bienestar de sus semejantes, les arredra acaso la idea de
presentarse manchados y culpables ante los ojos de los hombres, pues
temen que en lo futuro nada bueno podrá esperarse de ellos, ni
podrán redimir por medio de buenas obras el mal que hubieren hecho.
De consiguiente, para su propio e indecible tormento, se mueven
entre sus semejantes, al parecer puros como la nieve recién caída,
mientras sus corazones están todo tiznados y manchados con iniquidad
de que no pueden deshacerse.
—Estos hombres se engañan a sí propios,—dijo el médico con alguna
más vehemencia de la que le era natural, y haciendo un signo ligero
con el dedo índice,—temen echarse sobre sí la ignominia que de
derecho les pertenece. Su amor a los hombres, su celo en el servicio
de Dios, todos estos santos impulsos, pueden o no existir en sus
corazones a la par de las iniquidades a que sus faltas han dado
cabida, y que necesariamente engendrarán en ellos productos
infernales. Pero no eleven al cielo sus manos impuras si trataren de
glorificar a Dios. Si quieren servir a sus semejantes, háganlo
dejando ver de un modo patente el poder y realidad de la conciencia,
humillándose voluntariamente y haciendo penitencia. ¿Querrás hacerme
creer, ¡oh sabio y piadoso amigo! que un falso exterior puede hacer
más por la gloria de Dios o el bienestar de los hombres, que la pura
y simple verdad? Créeme, esos hombres se engañan a sí mismos.
—Tal vez sea así,—dijo el joven ministro con aire indiferente, como
esquivando una discusión que consideraba poco del caso o no muy
razonable; pues poseía en alto grado la facultad de desentenderse de
un tema que agitara su temperamento demasiado nervioso y sensible.
Tal vez sea así, continuó, pero ahora quiero preguntar a mi hábil
médico si cree en realidad que me ha sido de provecho el bondadoso
cuidado que viene teniendo de esta mi débil máquina humana.
Antes que el médico pudiera responder, oyeron la risa clara y
alocada de un labio infantil en el cementerio contiguo. Mirando
instintivamente por la ventana entreabierta, pues era verano, el
joven ministro vió a Ester y a Perla en el sendero que atravesaba el
recinto sepulcral. Perla lucía tan bella como la luz de la aurora,
pero se encontraba precisamente en uno de esos accesos de alegría
maligna, que cuando se presentaban, parece como que la segregaban
por completo de todo lo que era humano. Iba saltando sin respeto
alguno de sepultura en sepultura, hasta que llegó a una cubierta con
una gran lápida en que había grabado un escudo de armas, y se puso a
bailar sobre ella. En respuesta a las amonestaciones de su madre, la
niña se detuvo un momento para arrancar los espinosos capullos de
una cardencha que crecía junto a la tumba. Tomando un puñado de
capullos, los fue prendiendo a lo largo de las líneas de la letra
escarlata que decoraba el pecho de su madre, a la que se quedaron
tenazmente adheridos. Ester no se los arrancó.
El médico que, entretanto, se había acercado a la ventana, dirigió
una mirada al cementerio, y sonrió amargamente.
—En la naturaleza de esa niña,—dijo tanto para sí como dirigiéndose
a su compañero,—no hay ni ley, ni reverencia por la autoridad, ni
consideración a las opiniones y costumbres de los demás, sean buenas
o malas. Días pasados la ví rociar con agua al Gobernador mismo en
el bebedero para el ganado. ¿Qué es esta niña, en fin, en nombre del
cielo? ¿Es un trasgo completamente perverso? ¿Tiene afectos de
alguna clase? ¿Tiene algún principio patente?
—Ninguno, excepto la libertad que proviene del quebrantamiento de
una ley,—respondió el Sr. Dimmesdale con reposado acento, como si
hubiera estado discutiendo este asunto consigo mismo. Si es capaz de
algo bueno, no lo sé.
Probablemente la niña oyó la voz de estos hombres, porque alzando
con inteligente y maliciosa sonrisa los ojos hacia la ventana,
arrojó uno de los capullos espinosos al Reverendo Sr. Dimmesdale,
quien con nerviosa mano y cierto temor trató de esquivar el
proyectil. Perla, notando su inquietud, palmoteó con la alegría más
extravagante. Ester también había alzado los ojos involuntariamente;
y todas estas cuatro personas, viejos y jóvenes, se miraron unos a
otros en silencio, basta que la niña prorrumpió en una carcajada, y
gritó:
—Vámonos, madre; vámonos, o ese viejo Hombre Negro que está ahí te
atrapará. Ya se ha apoderado del ministro. Vámonos, madre, vámonos,
o te atrapará también. Pero no puede atrapar a Perlita. |