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CAPÍTULO VIII continuación - Pag 30

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THE ELF-CHILD AND THE MINISTER

"And there is a weighty import in what my young brother hath spoken," added the Rev. Mr. Wilson.
"What say you, worshipful Master Bellingham? Hath he not pleaded well for the poor woman?"
"Indeed hath he," answered the magistrate; "and hath adduced such arguments, that we will even leave the matter as it now stands; so long, at least, as there shall be no further scandal in the woman. Care must be had nevertheless, to put the child to due and stated examination in the catechism, at thy hands or Master Dimmesdale's. Moreover, at a proper season, the tithing-men must take heed that she go both to school and to meeting."
The young minister, on ceasing to speak had withdrawn a few steps from the group, and stood with his face partially concealed in the heavy folds of the window-curtain; while the shadow of his figure, which the sunlight cast upon the floor, was tremulous with the vehemence of his appeal. Pearl, that wild and flighty little elf stole softly towards him, and taking his hand in the grasp of both her own, laid her cheek against it; a caress so tender, and withal so unobtrusive, that her mother, who was looking on, asked herself—"Is that my Pearl?" Yet she knew that there was love in the child's heart, although it mostly revealed itself in passion, and hardly twice in her lifetime had been softened by such gentleness as now. The minister—for, save the long-sought regards of woman, nothing is sweeter than these marks of childish preference, accorded spontaneously by a spiritual instinct, and therefore seeming to imply in us something truly worthy to be loved—the minister looked round, laid his hand on the child's head, hesitated an instant, and then kissed her brow. Little Pearl's unwonted mood of sentiment lasted no longer; she laughed, and went capering down the hall so airily, that old Mr. Wilson raised a question whether even her tiptoes touched the floor.
"The little baggage hath witchcraft in her, I profess," said he to Mr. Dimmesdale. "She needs no old woman's broomstick to fly withal!"
"A strange child!" remarked old Roger Chillingworth. "It is easy to see the mother's part in her. Would it be beyond a philosopher's research, think ye, gentlemen, to analyse that child's nature, and, from it make a mould, to give a shrewd guess at the father?"
"Nay; it would be sinful, in such a question, to follow the clue of profane philosophy," said Mr. Wilson. "Better to fast and pray upon it; and still better, it may be, to leave the mystery as we find it, unless Providence reveal it of its own accord. Thereby, every good Christian man hath a title to show a father's kindness towards the poor, deserted babe."
The affair being so satisfactorily concluded, Hester Prynne, with Pearl, departed from the house. As they descended the steps, it is averred that the lattice of a chamber-window was thrown open, and forth into the sunny day was thrust the face of Mistress Hibbins, Governor Bellingham's bitter-tempered sister, and the same who, a few years later, was executed as a witch.
"Hist, hist!" said she, while her ill-omened physiognomy seemed to cast a shadow over the cheerful newness of the house. "Wilt thou go with us to-night? There will be a merry company in the forest; and I well-nigh promised the Black Man that comely Hester Prynne should make one."
"Make my excuse to him, so please you!" answered Hester, with a triumphant smile. "I must tarry at home, and keep watch over my little Pearl. Had they taken her from me, I would willingly have gone with thee into the forest, and signed my name in the Black Man's book too, and that with mine own blood!"
"We shall have thee there anon!" said the witch-lady, frowning, as she drew back her head.
But here—if we suppose this interview betwixt Mistress Hibbins and Hester Prynne to be authentic, and not a parable—was already an illustration of the young minister's argument against sundering the relation of a fallen mother to the offspring of her frailty. Even thus early had the child saved her from Satan's snare.

     

LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO

—Y tiene gran peso lo que mi joven hermano ha dicho,—agregó el Reverendo Sr. Wilson. ¿Qué dice el muy digno Gobernador? ¿No ha defendido bien los derechos de la pobre mujer?
—Seguramente que sí,—respondió el magistrado,—y ha aducido tales razones, que dejaremos el asunto como está; por lo menos, mientras la mujer no sea objeto de escándalo. Hemos de tener, sin embargo, cuidado de que la niña se instruya contigo en el catecismo, buen Sr. Wilson, o con el Reverendo Sr. Dimmesdale. Además, a su debido tiempo es preciso ocuparse en que vaya a la escuela y a la iglesia.
Cuando el joven ministro acabó de hablar se alejó unos cuantos pasos del grupo, y permaneció con el rostro parcialmente oculto por los pesados pliegues de las cortinas de la ventana, mientras la sombra de su cuerpo, que la luz del sol hacía proyectar sobre el suelo, estaba toda trémula con la vehemencia de su discurso. Perla, con la viveza caprichosa que la caracterizaba, se dirigió hacia él, y tomándole una de las manos entre las suyas, apoyó en ella su mejilla: caricia tan tierna, y a la vez tan natural, que Ester, al contemplarla, se dijo para sus adentros: "¿Es esa mi Perla?" Sabía, sin embargo, que el corazón de su hija era capaz de amor, aunque éste se revelaba casi siempre de una manera apasionada y violenta; y en el curso de sus pocos años apenas si se había manifestado dos veces con tanta suavidad y ternura como ahora. El joven ministro,—pues excepto las miradas de una mujer que se idolatra, no existe nada tan dulce como estas espontáneas caricias de un niño, que son indicio de que hay en nosotros algo verdaderamente digno de ser amado,—el joven ministro arrojó una mirada en torno suyo, puso la mano en la cabeza de la niña, vaciló un momento, y la besó en la frente. Aquel tierno capricho, tan poco común en el carácter de Perla, no duró mucho tiempo: se echó a reír, y se fue a lo largo del vestíbulo saltando tan ligeramente, que el anciano Sr. Wilson se preguntó si había tocado el pavimento con la punta de los pies.
—Este pequeño traste tiene en sí algo de hechicería,—le dijo a Dimmesdale: no necesita del palo de escoba de una vieja para volar.
—¡Extraña niña!—observó el anciano Roger. Es fácil ver lo que hay en ella de su madre. ¿Creeréis por ventura, señores, que esté fuera del alcance de un filósofo analizar la naturaleza de la niña, y por su hechura y modo de ser adivinar quién es el padre?
—No: en tal asunto, sería pecaminoso atenerse a la filosofía profana,—dijo el Sr. Wilson. Vale más entregarse al ayuno y a la oración para resolver el problema; y mucho mejor aún dejar el misterio como está, hasta que la Providencia lo revele cuando lo tenga a bien. De consiguiente, todo buen cristiano tiene el derecho de mostrar la bondad de un padre hacia esta pobre niña abandonada.
Resuelto así el negocio de una manera satisfactoria para Ester, ésta partió con su hija para su cabaña. Cuando descendían las escaleras, se cuenta que se abrió el postigo de la ventana de uno de los cuartos, asomándose el rostro de la Sra. Hibbins, la iracunda hermana del Gobernador, la misma que algunos años después fue ejecutada por bruja.
—¡Eh! ¡Eh! dijo,—dejando ver un rostro de mal agüero que contrastaba con el aspecto alegre de la casa. ¿Quieres venir con nosotros esta noche a la selva? Tendremos allí gentes muy alegres; y he prometido al Hombre Negro que Ester Prynne tomaría parte en la fiesta.
—Servíos disculparme,—respondió Ester con una sonrisa de triunfo. Tengo que regresar a mi casa y cuidar de mi Perlita. Si me la hubieran quitado, entonces habría ido con gusto a la selva en tu compañía, firmando mi nombre en el libro del Hombre Negro, y eso con mi propia sangre.
—Ya te tendremos allí antes de mucho,—dijo la dama bruja, frunciendo el entrecejo y retirándose.
Pero aquí,—si suponemos que este diálogo entre la Sra. Hibbins y Ester es auténtico, y no una fábula,—aquí tenemos ya una prueba de la razón que tuvo el joven eclesiástico en oponerse a que se cortaran los lazos que unen una madre delincuente al fruto de su fragilidad. Ya en esta ocasión el amor de la niña salvó a la madre de las asechanzas de Satanás.

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