THE ELF-CHILD AND THE MINISTER
"This is awful!" cried the Governor, slowly recovering from the
astonishment into which Pearl's response had thrown him. "Here is a
child of three years old, and she cannot tell who made her! Without
question, she is equally in the dark as to her soul, its present
depravity, and future destiny! Methinks, gentlemen, we need inquire
no further."
Hester caught hold of Pearl, and drew her forcibly into her arms,
confronting the old Puritan magistrate with almost a fierce
expression. Alone in the world, cast off by it, and with this sole
treasure to keep her heart alive, she felt that she possessed
indefeasible rights against the world, and was ready to defend them
to the death. "God gave me the child!" cried she. "He gave her in
requital of all things else which ye had taken from me. She is my
happiness—she is my torture, none the less! Pearl keeps me here in
life! Pearl punishes me, too! See ye not, she is the scarlet letter,
only capable of being loved, and so endowed with a millionfold the
power of retribution for my sin? Ye shall not take her! I will die
first!" "My poor woman," said the not unkind old minister, "the
child shall be well cared for—far better than thou canst do for it."
"God gave her into my keeping!" repeated Hester Prynne, raising her
voice almost to a shriek. "I will not give her up!" And here by a
sudden impulse, she turned to the young clergyman, Mr. Dimmesdale,
at whom, up to this moment, she had seemed hardly so much as once to
direct her eyes. "Speak thou for me!" cried she. "Thou wast my
pastor, and hadst charge of my soul, and knowest me better than
these men can. I will not lose the child! Speak for me! Thou knowest—for
thou hast sympathies which these men lack—thou knowest what is in my
heart, and what are a mother's rights, and how much the stronger
they are when that mother has but her child and the scarlet letter!
Look thou to it! I will not lose the child! Look to it!" At this
wild and singular appeal, which indicated that Hester Prynne's
situation had provoked her to little less than madness, the young
minister at once came forward, pale, and holding his hand over his
heart, as was his custom whenever his peculiarly nervous temperament
was thrown into agitation. He looked now more careworn and emaciated
than as we described him at the scene of Hester's public ignominy;
and whether it were his failing health, or whatever the cause might
be, his large dark eyes had a world of pain in their troubled and
melancholy depth.
"There is truth in what she says," began the minister, with a voice
sweet, tremulous, but powerful, insomuch that the hall re-echoed and
the hollow armour rang with it—"truth in what Hester says, and in
the feeling which inspires her! God gave her the child, and gave
her, too, an instinctive knowledge of its nature and requirements—both
seemingly so peculiar—which no other mortal being can possess. And,
moreover, is there not a quality of awful sacredness in the relation
between this mother and this child?""Ay—how is that, good Master
Dimmesdale?" interrupted the
Governor. "Make that plain, I pray you!" "It must be even so,"
resumed the minister. "For, if we deem it otherwise, do we not
thereby say that the Heavenly Father, the creator of all flesh, hath
lightly recognised a deed of sin, and made of no account the
distinction between unhallowed lust and holy love? This child of its
father's guilt and its mother's shame has come from the hand of God,
to work in many ways upon her heart, who pleads so earnestly and
with such bitterness of spirit the right to keep her. It was meant
for a blessing—for the one blessing of her life! It was meant,
doubtless, the mother herself hath told us, for a retribution, too;
a torture to be felt at many an unthought-of moment; a pang, a sting,
an ever-recurring agony, in the midst of a troubled joy! Hath she
not expressed this thought in the garb of the poor child, so
forcibly reminding us of that red symbol which sears her bosom?"
"Well said again!" cried good Mr. Wilson. "I feared the woman had no
better thought than to make a mountebank of her child!"
"Oh, not so!—not so!" continued Mr. Dimmesdale.
"She recognises, believe me, the solemn miracle which God hath
wrought in the existence of that child. And may she feel, too—what,
methinks, is the very truth—that this boon was meant, above all
things else, to keep the mother's soul alive, and to preserve her
from blacker depths of sin into which Satan might else have sought
to plunge her! Therefore it is good for this poor, sinful woman,
that she hath an infant immortality, a being capable of eternal joy
or sorrow, confided to her care—to be trained up by her to
righteousness, to remind her, at every moment, of her fall, but yet
to teach her, as if it were by the Creator's sacred pledge, that, if
she bring the child to heaven, the child also will bring its parents
thither! Herein is the sinful mother happier than the sinful father.
For Hester Prynne's sake, then, and no less for the poor child's
sake, let us leave them as Providence hath seen fit to place them!"
"You speak, my friend, with a strange earnestness," said old
Roger Chillingworth, smiling at him. |
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LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO
—¡Esto es horrible!—exclamó el Gobernador volviendo lentamente del
asombro que le había causado la respuesta de Perla. He aquí una niña
de tres años de edad, que no sabe quién la ha creado. No hay duda de
que en la misma ignorancia se encuentra respecto a su alma, su
actual perversidad y su futuro destino. Me parece, caballeros, que
no hay necesidad de proseguir adelante.
Ester tomó entonces a Perla y la estrechó entre sus brazos, mirando
al viejo magistrado puritano casi con una feroz expresión en los
ojos. Sola en el mundo, arrojada de él como fruto podrido, y con
este único tesoro que era el consuelo de su corazón, tenía la
conciencia de que poseía derechos indestructibles contra las
pretensiones del mundo, y se hallaba dispuesta a defenderlos a todo
trance.
—Dios me ha dado a esta niña, exclamó. Me la ha dado en desquite de
todo aquello de que he sido despojada por vosotros. Es mi felicidad,
y al mismo tiempo mi tormento. Perla es quien me sostiene viva en
este mundo. Perla también me castiga. ¿No veis que ella es la letra
escarlata, capaz solamente de ser amada y dotada de un poder
infinito de retribución por mi falta? No me la quitaréis: primero
moriré.
—Pobre mujer, dijo con cierta bondad el anciano eclesiástico, la
niña será muy bien cuidada, tal vez mejor que lo que tú puedes
hacer.
—Dios la confió a mi cuidado, repitió Ester esforzando la voz. No la
entregaré.
Y entonces, como movida de impulso repentino se dirigió al joven
eclesiástico, al Sr. Dimmesdale, a quien, hasta ese momento apenas
había mirado, y exclamó:
—¡Habla por mí! Tú eras mi pastor, y tenías mi alma a tu cargo, y me
conoces mejor que estos hombres. Yo no quiero perder a mi hija.
Habla por mí: tú sabes,—porque estás dotado de la conmiseración de
que carecen estos hombres,—tú sabes lo que hay en mi corazón, y
cuáles son los derechos de una madre, y que son mucho más poderosos
cuando esa madre tiene sólo a su hija y la letra escarlata. ¡Mírala!
Yo no quiero perder la niña. ¡Mírala!
Á este llamamiento frenético y singular que indicaba que la posición
actual de Ester casi la había privado del juicio, el joven
eclesiástico se adelantó pálido y llevándose la mano al corazón,
como era su costumbre siempre que su nervioso temperamento le ponía
en un estado de suma agitación. Parecía ahora más lleno de zozobra y
más extenuado que cuando lo describimos en la escena de la pública
ignominia de Ester; y bien sea por lo quebrantado de su salud, o por
otra causa cualquiera, sus grandes ojos negros revelaban un mundo de
dolor en la expresión inquieta y melancólica de sus miradas.
—Hay mucha verdad en lo que esta mujer dice,—comenzó el Sr.
Dimmesdale con voz dulce y trémula, aunque vigorosa, que resonó en
todos los ámbitos del vestíbulo;—hay verdad en lo que Ester dice, y
en los sentimientos que la inspiran. Dios le ha dado la niña, y al
mismo tiempo un conocimiento instintivo de la naturaleza y las
necesidades de ese tierno ser, que parecen muy peculiares,
conocimiento que ningún otro mortal puede poseer. Y, además, ¿no hay
algo inmensamente sagrado entre las relaciones de esta madre y de
esta niña?
—¡Ah! ¿cómo es eso, buen Sr. Dimmesdale?—interrumpió el
Gobernador,—os ruego que aclaréis este punto.
—Así tiene que ser,—continuó el joven eclesiástico,—porque, si
pensamos de otro modo, ¿no implicaría que el Padre Celestial, el
Creador de todas las cosas de este mundo, ha tenido en poco una
acción pecaminosa, y no ha dado mucha importancia a la diferencia
que existe entre un amor puro y uno impuro? Esta hija de la culpa
del padre y la vergüenza de la madre ha venido, enviada por Dios, a
influir de varios modos en el corazón de la que ahora con tanta
vehemencia y con tal amargura reclama el derecho de conservarla a su
lado. Fue creada para una bendición, para la única felicidad de su
vida. Fue creada sin duda, como la madre misma nos lo ha dicho, para
que fuera también una retribución; un tormento de todas las horas;
un dardo, una congoja, una agonía siempre latente en medio de un
gozo pasajero. ¿No ha expresado ella este pensamiento en el traje de
la pobre niña, que de una manera tan eficaz nos recuerda el símbolo
rojo que abrasa su seno?
—¡Bien dicho, bien dicho! exclamó el buen Sr. Wilson. Yo temía que
la mujer pensaba solo en hacer de su hija una saltimbanquis.
—¡Oh! no, no; continuó Dimmesdale. La madre, creédmelo, reconoce el
solemne milagro que Dios ha operado en la existencia de esa
criatura. Pueda también comprender,—lo que es para mí una verdad
indiscutible,—que este don, ante todo, tiene por objeto conservar el
alma de la madre en estado de gracia y librarla de los abismos
profundos del pecado en que de otro modo Satanás la hubiera hundido.
Por lo tanto, es un bien para esta pobre mujer pecadora tener a su
cargo un alma infantil, un ser capaz de eterna dicha o de eterna
pena,—un ser que sea educado por ella en los senderos de la
justicia, que a cada instante le recuerde su caída, pero que al
mismo tiempo le haga tener presente, como si fuera una sagrada
promesa del Creador, que si la madre educa a la niña para el cielo,
la niña llevará también allí a su madre. Y en esto, la madre
pecadora es más feliz que el padre pecador. De consiguiente, en
beneficio de Ester Prynne, no menos que en el de la pobre niña,
dejémoslas como la Providencia ha considerado conveniente situarlas.
—Habláis, amigo mío, con extraña vehemencia,—le dijo el viejo Roger
con una sonrisa. |