THE ELF-CHILD AND THE MINISTER
"Sayest thou so?" cried the Governor. "Nay, we might have judged
that such a child's mother must needs be a scarlet woman, and a
worthy type of her of Babylon! But she comes at a good time, and we
will look into this matter forthwith."
Governor Bellingham stepped through the window into the hall,
followed by his three guests.
"Hester Prynne," said he, fixing his naturally stern regard on the
wearer of the scarlet letter, "there hath been much question
concerning thee of late. The point hath been weightily discussed,
whether we, that are of authority and influence, do well discharge
our consciences by trusting an immortal soul, such as there is in
yonder child, to the guidance of one who hath stumbled and fallen
amid the pitfalls of this world. Speak thou, the child's own mother!
Were it not, thinkest thou, for thy little one's temporal and
eternal welfare that she be taken out of thy charge, and clad
soberly, and disciplined strictly, and instructed in the truths of
heaven and earth? What canst thou do for the child in this kind?"
"I can teach my little Pearl what I have learned from this!"
answered Hester Prynne, laying her finger on the red token.
"Woman, it is thy badge of shame!" replied the stern magistrate. "It
is because of the stain which that letter indicates that we would
transfer thy child to other hands."
"Nevertheless," said the mother, calmly, though growing more pale, "this
badge hath taught me—it daily teaches me—it is teaching me at this
moment—lessons whereof my child may be the wiser and better, albeit
they can profit nothing to myself."
"We will judge warily," said Bellingham, "and look well what we
are about to do. Good Master Wilson, I pray you, examine this
Pearl—since that is her name—and see whether she hath had such
Christian nurture as befits a child of her age."
The old minister seated himself in an arm-chair and made an effort
to draw Pearl betwixt his knees. But the child, unaccustomed to the
touch or familiarity of any but her mother, escaped through the open
window, and stood on the upper step, looking like a wild tropical
bird of rich plumage, ready to take flight into the upper air. Mr.
Wilson, not a little astonished at this outbreak—for he was a
grandfatherly sort of personage, and usually a vast favourite with
children—essayed, however, to proceed with the examination.
"Pearl," said he, with great solemnity, "thou must take heed to
instruction, that so, in due season, thou mayest wear in thy bosom
the pearl of great price. Canst thou tell me, my child, who made
thee?"
Now Pearl knew well enough who made her, for Hester Prynne, the
daughter of a pious home, very soon after her talk with the child
about her Heavenly Father, had begun to inform her of those truths
which the human spirit, at whatever stage of immaturity, imbibes
with such eager interest. Pearl, therefore—so large were the
attainments of her three years' lifetime—could have borne a fair
examination in the New England Primer, or the first column of the
Westminster Catechisms, although unacquainted with the outward form
of either of those celebrated works. But that perversity, which all
children have more or less of, and of which little Pearl had a
tenfold portion, now, at the most inopportune moment, took thorough
possession of her, and closed her lips, or impelled her to speak
words amiss. After putting her finger in her mouth, with many
ungracious refusals to answer good Mr. Wilson's question, the child
finally announced that she had not been made at all, but had been
plucked by her mother off the bush of wild roses that grew by the
prison-door.
This phantasy was probably suggested by the near proximity of the
Governor's red roses, as Pearl stood outside of the window, together
with her recollection of the prison rose-bush, which she had passed
in coming hither.
Old Roger Chillingworth, with a smile on his face, whispered
something in the young clergyman's ear. Hester Prynne looked at the
man of skill, and even then, with her fate hanging in the balance,
was startled to perceive what a change had come over his features—how
much uglier they were, how his dark complexion seemed to have grown
duskier, and his figure more misshapen—since the days when she had
familiarly known him. She met his eyes for an instant, but was
immediately constrained to give all her attention to the scene now
going forward. |
|
|
|
LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO
—¿Eso dices? exclamó el Gobernador. Sí, deberíamos haber pensado que
la madre de tal niña tenía que ser una mujer escarlata, y un tipo
digno de Babilonia. Pero a buen tiempo llega, y trataremos de este
asunto inmediatamente.
El Gobernador entró en la antecámara seguido de sus tres huéspedes.
—Ester Prynne, dijo clavando la mirada naturalmente severa en la
portadora de la letra escarlata, en estos días se ha hablado mucho
de tí. Hemos discutido con toda calma y seso, si nosotros, que somos
personas de autoridad e influencia, cumplimos con nuestro deber
confiando la dirección y guía de un alma inmortal, como la de esta
criatura, a quien ha tropezado y caído en medio de los lazos y redes
del mundo. Habla, tú que eres la madre de esta niña. ¿No crees que
sería mejor, tanto para el bienestar temporal como para la vida
eterna de tu pequeñuela, que se te prive de su cuidado, y que
vestida de una manera menos vistosa, se la eduque en la obediencia y
se la instruya en las verdades del cielo y de la tierra? ¿Qué puedes
hacer en pro de tu niña en este particular?
—Yo puedo instruir a mi hija según la enseñanza que he recibido de
esto,—respondió Ester tocando con el dedo la letra escarlata.
—Mujer, esa es tu insignia de vergüenza, replicó el severo
magistrado. Precisamente en consecuencia de la falta que indica esa
letra, deseamos que tu hija pase al cuidado de otras manos.
—Sin embargo, dijo la madre tranquilamente, aunque volviéndose cada
vez más pálida, esta insignia me ha dado, y me da diariamente, y
hasta en este momento, lecciones que harán a mi hija más cuerda y
mejor, aunque para mí no sean ya de provecho.
—Ahora lo sabremos, dijo el Gobernador, y decidiremos lo que hay que
hacer. Mi buen Señor Wilson, os ruego que examinéis a esta Perla,
pues tal es su nombre, y veáis si tiene la instrucción cristiana que
conviene a una niña de su edad.
El anciano eclesiástico se sentó en un sillón e hizo un esfuerzo
para atraer a Perla entre sus rodillas. Pero la niña, acostumbrada
solamente al tacto familiar de su madre y no al de otra persona, se
escapó por la ventana abierta y se plantó en el escalón más alto,
pareciendo entonces un pájaro tropical silvestre, de brillante
plumaje, dispuesto a emprender el vuelo en los espacios. El Sr.
Wilson, no poco sorprendido de esto, pues era una especie de
patriarca favorito de los niños, trató sin embargo de proceder al
examen.
—Perla, le dijo con gran solemnidad, tienes que recibir instrucción
para que, a su debido tiempo, logres llevar en tu seno una perla de
gran precio. ¿Puedes decir, hija mía, quién te ha creado?
Perla sabía perfectamente qué responder, porque siendo Ester la hija
de una familia piadosa, poco después de la conversación que había
tenido con su niña acerca de su Padre Celestial, había comenzado a
hablarle de esas verdades que el espíritu humano, cualquiera que sea
su estado de desarrollo, oye con intenso interés. Por lo tanto
Perla, aunque solo contaba tres años de edad, podría haber sufrido
con buen éxito un examen en algunas materias religiosas; pero la
perversidad más o menos común a todos los niños, y de la cual la
chicuela tenía una buena dosis, se apoderó de ella en el momento más
inoportuno, y la hizo cerrar los labios o proferir palabras que no
venían al caso. Después de llevarse el dedo a la boca, y de muchas
negativas de responder a las preguntas del buen Sr. Wilson, la niña
finalmente anunció que no había sido creada por nadie, sino que su
madre la había recogido en un rosal silvestre que crecía junto a la
puerta de la cárcel.
Esta respuesta fantástica le fue probablemente sugerida por la
proximidad de los rosales del Gobernador, que tenía a la vista, y
por el recuerdo del rosal silvestre de la cárcel, junto al cual
había pasado al venir a la morada de Bellingham.
El viejo Roger Chillingworth, con una sonrisa en los labios, murmuró
unas cuantas palabras al oído del joven eclesiástico. Ester dirigió
una mirada al hombre de ciencia, y a pesar de que su destino estaba
colgando de un hilo, se quedó sorprendida al notar el cambio
verificado en las facciones de Roger, que se había vuelto mucho más
feo, su cutis más atezado, y su figura peor formada que en los
tiempos en que le había conocido más familiarmente. Sus miradas se
cruzaron un instante, pero inmediatamente tuvo que prestar toda su
atención a lo que estaba pasando respecto a su hija. |