THE ELF-CHILD AND THE MINISTER
Governor Bellingham, in a loose gown and easy cap—such as elderly
gentlemen loved to endue themselves with, in their domestic privacy—walked
foremost, and appeared to be showing off his estate, and expatiating
on his projected improvements. The wide circumference of an
elaborate ruff, beneath his grey beard, in the antiquated fashion of
King James's reign, caused his head to look not a little like that
of John the Baptist in a charger. The impression made by his aspect,
so rigid and severe, and frost-bitten with more than autumnal age,
was hardly in keeping with the appliances of worldly enjoyment
wherewith he had evidently done his utmost to surround himself. But
it is an error to suppose that our great forefathers—though
accustomed to speak and think of human existence as a state merely
of trial and warfare, and though unfeignedly prepared to sacrifice
goods and life at the behest of duty—made it a matter of conscience
to reject such means of comfort, or even luxury, as lay fairly
within their grasp. This creed was never taught, for instance, by
the venerable pastor, John Wilson, whose beard, white as a snow-drift,
was seen over Governor Bellingham's shoulders, while its wearer
suggested that pears and peaches might yet be naturalised in the New
England climate, and that purple grapes might possibly be compelled
to flourish against the sunny garden-wall. The old clergyman,
nurtured at the rich bosom of the English Church, had a long
established and legitimate taste for all good and comfortable things,
and however stern he might show himself in the pulpit, or in his
public reproof of such transgressions as that of Hester Prynne,
still, the genial benevolence of his private life had won him warmer
affection than was accorded to any of his professional
contemporaries.
Behind the Governor and Mr. Wilson came two other guests—one, the
Reverend Arthur Dimmesdale, whom the reader may remember as having
taken a brief and reluctant part in the scene of Hester Prynne's
disgrace; and, in close companionship with him, old Roger
Chillingworth, a person of great skill in physic, who for two or
three years past had been settled in the town. It was understood
that this learned man was the physician as well as friend of the
young minister, whose health had severely suffered of late by his
too unreserved self-sacrifice to the labours and duties of the
pastoral relation.
The Governor, in advance of his visitors, ascended one or two steps,
and, throwing open the leaves of the great hall window, found
himself close to little Pearl. The shadow of the curtain fell on
Hester Prynne, and partially concealed her.
"What have we here?" said Governor Bellingham, looking with surprise
at the scarlet little figure before him. "I profess, I have never
seen the like since my days of vanity, in old King James's time,
when I was wont to esteem it a high favour to be admitted to a court
mask! There used to be a swarm of these small apparitions in holiday
time, and we called them children of the Lord of Misrule. But how
gat such a guest into my hall?"
"Ay, indeed!" cried good old Mr. Wilson. "What little bird of
scarlet plumage may this be? Methinks I have seen just such figures
when the sun has been shining through a richly painted window, and
tracing out the golden and crimson images across the floor. But that
was in the old land. Prithee, young one, who art thou, and what has
ailed thy mother to bedizen thee in this strange fashion? Art thou a
Christian child—ha? Dost know thy catechism? Or art thou one of
those naughty elfs or fairies whom we thought to have left behind us,
with other relics of Papistry, in merry old England?"
"I am mother's child," answered the scarlet vision, "and my name
is Pearl!"
"Pearl?—Ruby, rather—or Coral!—or Red Rose, at the very least,
judging from thy hue!" responded the old minister, putting forth his
hand in a vain attempt to pat little Pearl on the cheek. "But where
is this mother of thine? Ah! I see," he added; and, turning to
Governor Bellingham, whispered, "This is the selfsame child of whom
we have held speech together; and behold here the unhappy woman,
Hester Prynne, her mother!" |
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LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO
EL Gobernador Bellingham, vestido en traje de casa, que consistía en
una bata no muy ajustada, y gorra, abría la comitiva y parecía ir
mostrando su propiedad a los que le acompañaban, explicándoles las
mejoras que proyectaba introducir. La vasta circunferencia de un
cuello alechugado, hecho con mucho esmero, que proyectaba por debajo
de su barba gris, según la moda del tiempo antiguo, contribuía a
darle a su cabeza un parecido a la de San Juan Bautista en la
fuente. La impresión producida por su rígido y severo semblante, por
el que habían pasado algunos otoños, no estaba en armonía con todo
lo que allí le rodeaba y parecía destinado al goce de las cosas
terrenales. Pero es un error suponer que nuestros graves
abuelos,—aunque acostumbrados a hablar de la existencia humana y
pensar en ella como si fuese una mera prueba y una lucha constante,
y aunque se hallaban preparados a sacrificar bienes y vida cuando el
deber lo requería,—hicieran caso de conciencia rechazar todas
aquellas comodidades, y aun regalo, que estaban a su alcance.
Semejante doctrina no fue nunca enseñada, por ejemplo, por el
venerable pastor de almas Juan Wilson, cuya barba, blanca como la
nieve, se veía por sobre el hombro del Gobernador Bellingham,
mientras le decía que las peras y los melocotones podrían
aclimatarse en la Nueva Inglaterra, y que las uvas de color de
púrpura podrían florecer si estuvieran protegidas por los muros del
jardín expuestos más directamente al sol. El anciano ministro tenía
un gusto legítimo y de larga fecha por todas las cosas buenas y
todas las comodidades de la vida; y por severo que se mostrase en el
púlpito en su reprobación pública de transgresiones como las de
Ester Prynne, sin embargo, la benevolencia que desplegaba en la vida
privada le había granjeado mayor cantidad de afecto que la concedida
a ningún otro de sus colegas.
Detrás del Gobernador y del Sr. Wilson venían otros dos huéspedes:
uno el Reverendo Arturo Dimmesdale, a quien el lector recordará tal
vez por haber desempeñado, no voluntariamente, un corto papel en la
escena del castigo público de Ester; y a su lado, como si fuera su
compañero íntimo, el viejo Rogerio Chillingworth, persona de gran
habilidad en la medicina, y que hacía dos o tres años había fijado
su residencia en la colonia. Se decía que este sabio anciano era al
mismo tiempo el médico y el amigo del joven eclesiástico, cuya salud
se había deteriorado mucho últimamente a causa de su abnegación sin
límites y su consagración completa a los trabajos y deberes de su
sagrado ministerio.
El Gobernador, adelantándose a sus huéspedes, subió dos o tres
escalones, y abriendo una de las hojas de la gran ventana del
vestíbulo, se encontró cerca de Perla. La sombra de la cortina
ocultaba parcialmente a la madre.
—¿Qué tenemos aquí?—dijo el Gobernador mirando a la figurita color
de escarlata que estaba delante de él. Confieso que no he visto nada
parecido desde los días de mis vanidades, allá en mis tiempos
juveniles, cuando consideraba inestimable favor ser admitido en los
bailes de disfraces de la Corte. Había entonces un enjambre de estas
pequeñas apariciones en los días de fiesta. ¿Pero cómo ha entrado
este huésped en mi antecámara?
—Sí, en efecto, exclamó el buen anciano Sr. Wilson, ¿qué pajarito
color de escarlata podrá ser éste? Me parece haber visto algo
semejante cuando el sol brilla al través de los cristales de una
ventana de variedad de colores, y dibuja imágenes doradas y
carmesíes en el suelo. Pero eso era allá en nuestra vieja patria.
Dime, niña, ¿quién eres, y qué ha movido a tu madre a aderezarte de
un modo tan extraño? ¿Eres una niña cristiana? ¿Sabes el catecismo?
¿Ó eres acaso uno de esos petulantes duendes o trasgos que creíamos
haber dejado para siempre en la alegre Inglaterra?
—Yo soy la hija de mi madre, respondió la visión escarlata, y mi
nombre es Perla.
—¿Perla?—más bien Rubí, o Coral, o Rosa encendida por lo menos, a
juzgar por tu color, respondió el anciano ministro extendiendo la
mano, inútilmente, para acariciar la mejilla de Perla.—¿Pero dónde
está tu madre? ¡Ah! Ya comprendo, agregó; y dirigiéndose al
Gobernador le dijo en voz baja:—Esta es precisamente la niña de que
hemos hablado; y ved ahí a esa infeliz mujer, a Ester Prynne, su
madre. |