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CAPÍTULO VIII - Pag 27

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THE ELF-CHILD AND THE MINISTER

Governor Bellingham, in a loose gown and easy cap—such as elderly gentlemen loved to endue themselves with, in their domestic privacy—walked foremost, and appeared to be showing off his estate, and expatiating on his projected improvements. The wide circumference of an elaborate ruff, beneath his grey beard, in the antiquated fashion of King James's reign, caused his head to look not a little like that of John the Baptist in a charger. The impression made by his aspect, so rigid and severe, and frost-bitten with more than autumnal age, was hardly in keeping with the appliances of worldly enjoyment wherewith he had evidently done his utmost to surround himself. But it is an error to suppose that our great forefathers—though accustomed to speak and think of human existence as a state merely of trial and warfare, and though unfeignedly prepared to sacrifice goods and life at the behest of duty—made it a matter of conscience to reject such means of comfort, or even luxury, as lay fairly within their grasp. This creed was never taught, for instance, by the venerable pastor, John Wilson, whose beard, white as a snow-drift, was seen over Governor Bellingham's shoulders, while its wearer suggested that pears and peaches might yet be naturalised in the New England climate, and that purple grapes might possibly be compelled to flourish against the sunny garden-wall. The old clergyman, nurtured at the rich bosom of the English Church, had a long established and legitimate taste for all good and comfortable things, and however stern he might show himself in the pulpit, or in his public reproof of such transgressions as that of Hester Prynne, still, the genial benevolence of his private life had won him warmer affection than was accorded to any of his professional contemporaries.
Behind the Governor and Mr. Wilson came two other guests—one, the Reverend Arthur Dimmesdale, whom the reader may remember as having taken a brief and reluctant part in the scene of Hester Prynne's disgrace; and, in close companionship with him, old Roger Chillingworth, a person of great skill in physic, who for two or three years past had been settled in the town. It was understood that this learned man was the physician as well as friend of the young minister, whose health had severely suffered of late by his too unreserved self-sacrifice to the labours and duties of the pastoral relation.
The Governor, in advance of his visitors, ascended one or two steps, and, throwing open the leaves of the great hall window, found himself close to little Pearl. The shadow of the curtain fell on Hester Prynne, and partially concealed her.
"What have we here?" said Governor Bellingham, looking with surprise at the scarlet little figure before him. "I profess, I have never seen the like since my days of vanity, in old King James's time, when I was wont to esteem it a high favour to be admitted to a court mask! There used to be a swarm of these small apparitions in holiday time, and we called them children of the Lord of Misrule. But how gat such a guest into my hall?"
"Ay, indeed!" cried good old Mr. Wilson. "What little bird of scarlet plumage may this be? Methinks I have seen just such figures when the sun has been shining through a richly painted window, and tracing out the golden and crimson images across the floor. But that was in the old land. Prithee, young one, who art thou, and what has ailed thy mother to bedizen thee in this strange fashion? Art thou a Christian child—ha? Dost know thy catechism? Or art thou one of those naughty elfs or fairies whom we thought to have left behind us, with other relics of Papistry, in merry old England?"

"I am mother's child," answered the scarlet vision, "and my name is Pearl!"

"Pearl?—Ruby, rather—or Coral!—or Red Rose, at the very least, judging from thy hue!" responded the old minister, putting forth his hand in a vain attempt to pat little Pearl on the cheek. "But where is this mother of thine? Ah! I see," he added; and, turning to Governor Bellingham, whispered, "This is the selfsame child of whom we have held speech together; and behold here the unhappy woman, Hester Prynne, her mother!"

     

LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO

EL Gobernador Bellingham, vestido en traje de casa, que consistía en una bata no muy ajustada, y gorra, abría la comitiva y parecía ir mostrando su propiedad a los que le acompañaban, explicándoles las mejoras que proyectaba introducir. La vasta circunferencia de un cuello alechugado, hecho con mucho esmero, que proyectaba por debajo de su barba gris, según la moda del tiempo antiguo, contribuía a darle a su cabeza un parecido a la de San Juan Bautista en la fuente. La impresión producida por su rígido y severo semblante, por el que habían pasado algunos otoños, no estaba en armonía con todo lo que allí le rodeaba y parecía destinado al goce de las cosas terrenales. Pero es un error suponer que nuestros graves abuelos,—aunque acostumbrados a hablar de la existencia humana y pensar en ella como si fuese una mera prueba y una lucha constante, y aunque se hallaban preparados a sacrificar bienes y vida cuando el deber lo requería,—hicieran caso de conciencia rechazar todas aquellas comodidades, y aun regalo, que estaban a su alcance. Semejante doctrina no fue nunca enseñada, por ejemplo, por el venerable pastor de almas Juan Wilson, cuya barba, blanca como la nieve, se veía por sobre el hombro del Gobernador Bellingham, mientras le decía que las peras y los melocotones podrían aclimatarse en la Nueva Inglaterra, y que las uvas de color de púrpura podrían florecer si estuvieran protegidas por los muros del jardín expuestos más directamente al sol. El anciano ministro tenía un gusto legítimo y de larga fecha por todas las cosas buenas y todas las comodidades de la vida; y por severo que se mostrase en el púlpito en su reprobación pública de transgresiones como las de Ester Prynne, sin embargo, la benevolencia que desplegaba en la vida privada le había granjeado mayor cantidad de afecto que la concedida a ningún otro de sus colegas.
Detrás del Gobernador y del Sr. Wilson venían otros dos huéspedes: uno el Reverendo Arturo Dimmesdale, a quien el lector recordará tal vez por haber desempeñado, no voluntariamente, un corto papel en la escena del castigo público de Ester; y a su lado, como si fuera su compañero íntimo, el viejo Rogerio Chillingworth, persona de gran habilidad en la medicina, y que hacía dos o tres años había fijado su residencia en la colonia. Se decía que este sabio anciano era al mismo tiempo el médico y el amigo del joven eclesiástico, cuya salud se había deteriorado mucho últimamente a causa de su abnegación sin límites y su consagración completa a los trabajos y deberes de su sagrado ministerio.
El Gobernador, adelantándose a sus huéspedes, subió dos o tres escalones, y abriendo una de las hojas de la gran ventana del vestíbulo, se encontró cerca de Perla. La sombra de la cortina ocultaba parcialmente a la madre.
—¿Qué tenemos aquí?—dijo el Gobernador mirando a la figurita color de escarlata que estaba delante de él. Confieso que no he visto nada parecido desde los días de mis vanidades, allá en mis tiempos juveniles, cuando consideraba inestimable favor ser admitido en los bailes de disfraces de la Corte. Había entonces un enjambre de estas pequeñas apariciones en los días de fiesta. ¿Pero cómo ha entrado este huésped en mi antecámara?
—Sí, en efecto, exclamó el buen anciano Sr. Wilson, ¿qué pajarito color de escarlata podrá ser éste? Me parece haber visto algo semejante cuando el sol brilla al través de los cristales de una ventana de variedad de colores, y dibuja imágenes doradas y carmesíes en el suelo. Pero eso era allá en nuestra vieja patria. Dime, niña, ¿quién eres, y qué ha movido a tu madre a aderezarte de un modo tan extraño? ¿Eres una niña cristiana? ¿Sabes el catecismo? ¿Ó eres acaso uno de esos petulantes duendes o trasgos que creíamos haber dejado para siempre en la alegre Inglaterra?
—Yo soy la hija de mi madre, respondió la visión escarlata, y mi nombre es Perla.
—¿Perla?—más bien Rubí, o Coral, o Rosa encendida por lo menos, a juzgar por tu color, respondió el anciano ministro extendiendo la mano, inútilmente, para acariciar la mejilla de Perla.—¿Pero dónde está tu madre? ¡Ah! Ya comprendo, agregó; y dirigiéndose al Gobernador le dijo en voz baja:—Esta es precisamente la niña de que hemos hablado; y ved ahí a esa infeliz mujer, a Ester Prynne, su madre.

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