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CAPÍTULO VI continuación - Pag 22

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PEARL

At home, within and around her mother's cottage, Pearl wanted not a wide and various circle of acquaintance. The spell of life went forth from her ever-creative spirit, and communicated itself to a thousand objects, as a torch kindles a flame wherever it may be applied. The unlikeliest materials—a stick, a bunch of rags, a flower—were the puppets of Pearl's witchcraft, and, without undergoing any outward change, became spiritually adapted to whatever drama occupied the stage of her inner world. Her one baby-voice served a multitude of imaginary personages, old and young, to talk withal. The pine-trees, aged, black, and solemn, and flinging groans and other melancholy utterances on the breeze, needed little transformation to figure as Puritan elders; the ugliest weeds of the garden were their children, whom Pearl smote down and uprooted most unmercifully. It was wonderful, the vast variety of forms into which she threw her intellect, with no continuity, indeed, but darting up and dancing, always in a state of preternatural activity—soon sinking down, as if exhausted by so rapid and feverish a tide of life—and succeeded by other shapes of a similar wild energy. It was like nothing so much as the phantasmagoric play of the northern lights. In the mere exercise of the fancy, however, and the sportiveness of a growing mind, there might be a little more than was observable in other children of bright faculties; except as Pearl, in the dearth of human playmates, was thrown more upon the visionary throng which she created. The singularity lay in the hostile feelings with which the child regarded all these offsprings of her own heart and mind. She never created a friend, but seemed always to be sowing broadcast the dragon's teeth, whence sprung a harvest of armed enemies, against whom she rushed to battle. It was inexpressibly sad—then what depth of sorrow to a mother, who felt in her own heart the cause—to observe, in one so young, this constant recognition of an adverse world, and so fierce a training of the energies that were to make good her cause in the contest that must ensue.
Gazing at Pearl, Hester Prynne often dropped her work upon her knees, and cried out with an agony which she would fain have hidden, but which made utterance for itself betwixt speech and a groan—"O Father in Heaven—if Thou art still my Father—what is this being which I have brought into the world?" And Pearl, overhearing the ejaculation, or aware through some more subtile channel, of those throbs of anguish, would turn her vivid and beautiful little face upon her mother, smile with sprite-like intelligence, and resume her play.

One peculiarity of the child's deportment remains yet to be told. The very first thing which she had noticed in her life, was—what?—not the mother's smile, responding to it, as other babies do, by that faint, embryo smile of the little mouth, remembered so doubtfully afterwards, and with such fond discussion whether it were indeed a smile. By no means! But that first object of which Pearl seemed to become aware was—shall we say it?—the scarlet letter on Hester's bosom! One day, as her mother stooped over the cradle, the infant's eyes had been caught by the glimmering of the gold embroidery about the letter; and putting up her little hand she grasped at it, smiling, not doubtfully, but with a decided gleam, that gave her face the look of a much older child. Then, gasping for breath, did Hester Prynne clutch the fatal token, instinctively endeavouring to tear it away, so infinite was the torture inflicted by the intelligent touch of Pearl's baby-hand. Again, as if her mother's agonised gesture were meant only to make sport for her, did little Pearl look into her eyes, and smile. From that epoch, except when the child was asleep, Hester had never felt a moment's safety: not a moment's calm enjoyment of her. Weeks, it is true, would sometimes elapse, during which Pearl's gaze might never once be fixed upon the scarlet letter; but then, again, it would come at unawares, like the stroke of sudden death, and always with that peculiar smile and odd expression of the eyes.
Once this freakish, elvish cast came into the child's eyes while Hester was looking at her own image in them, as mothers are fond of doing; and suddenly for women in solitude, and with troubled hearts, are pestered with unaccountable delusions she fancied that she beheld, not her own miniature portrait, but another face in the small black mirror of Pearl's eye. It was a face, fiend-like, full of smiling malice, yet bearing the semblance of features that she had known full well, though seldom with a smile, and never with malice in them. It was as if an evil spirit possessed the child, and had just then peeped forth in mockery. Many a time afterwards had Hester been tortured, though less vividly, by the same illusion.

     

PERLA

Al lado de su madre, en el hogar doméstico, Perla no tenía necesidad de mucho trato social. Su imaginación prestaba los atributos de la vida a millares de objetos inanimados, como una antorcha que enciende una llama donde quiera que se le aplique: la rama de un árbol, unos cuantos harapos, una flor, eran los juguetes en que se ejercitaba la magia creadora de Perla; y sin que experimentasen ningún cambio exterior, se adaptaban a todas las necesidades de su fantasía. Prestaba su voz infantil a multitud de seres imaginarios, viejos y jóvenes, con quienes emprendía de ese modo animados diálogos. Los antiguos pinos, negros y solemnes, que emitían una especie de gruñido y otros rumores melancólicos cuando los agitaba la brisa, se convertían sin dificultad en clérigos puritanos a los ojos de Perla; las hierbas más feas del jardín, eran sus hijos; hierbas que la niña pisoteaba y arrancaba sin compasión. Era en realidad sorprendente la vasta variedad de formas en que se complacía su inteligencia, sin orden ni concierto, siempre en un estado de actividad sobrenatural, sucediéndose unas a otras como las emanaciones y despliegues caprichosos de la aurora boreal. En el mero ejercicio de la fantasía y la festiva disposición de una mente en desarrollo, tal vez no hubiera mucho más de lo que se podría observar en otros niños dotados de facultades brillantes, excepto que Perla, por verse privada de compañeros de juego, acudía, para reemplazarlos, a los recursos que le prestaba su imaginación. Lo singular del caso consistía en la actitud hostil que la niña desplegaba hacia esas criaturas hijas de su fantasía y de su corazón. Jamás creó un amigo, sino que siempre, a imitación del Cadmo de la fábula, parecía sembrar a derecha é izquierda los dientes del dragón, de los que brotaban batallones de enemigos armados a los cuales la niña declaraba al punto la guerra. Era en extremo triste observar en un ser tan tierno esta idea constante de un mundo adverso, y el fiero despliegue de energía que la preparaba para las luchas del mundo; y fácil es de suponer el dolor intenso que todo esto produciría en su madre, que hallaba en su mismo corazón la causa de aquel fenómeno.
Contemplando a Perla, dejaba con frecuencia Ester caer la costura en el regazo, y rompía a llorar con una aflicción que hubiera deseado ocultar, y que se manifestaba con sollozos y palabras entrecortadas exclamando:—"¡Oh Padre que estás en los cielos! si es que eres aun mi Padre, ¿qué criatura es esta que he traído al mundo?"—Y Perla, al oír esta exclamación, o al percibir aquellos sollozos de angustia, volvía hacia su madre la viva y preciosa carita, sonreía dulcemente y continuaba su juego.
Nos resta hablar de una peculiaridad de esta niñita. La primer cosa que notó en su vida, no fue la sonrisa de la madre respondiendo a lo que, como en otros niños de tierna edad, puede tomarse por una sonrisa, o mejor dicho, embrión de sonrisa. No: el primer objeto que parece haber llamado la atención de Perla, fue la letra escarlata en el seno de Ester. Un día, al inclinarse ésta sobre la cuna, las miradas de la niñita se fijaron en el brillo del bordado de oro que cercaba la letra, y extendiendo las manecitas trató de asirla, sonriendo sin duda, aunque con una extraña expresión que hizo que su rostro pareciera el de un niño de mucha más edad. Entonces Ester, trémula y convulsa, apretó con la mano el signo fatal, como si instintivamente quisiera arrancárselo del seno. ¡Tan intensa fue la tortura que le causó la acción de aquella criaturita! Y como si la agonía que revelaba el rostro de la madre, no tuviera otro objeto que divertirla, la niñita fijó las miradas en ella y se sonrió. Desde esa época, excepto cuando Perla estaba durmiendo, Ester jamás tuvo un instante de seguridad, ni un momento en que gozara con plena calma de la compañía de su hija. Cierto es que a veces transcurrían semanas enteras sin que las miradas de la criaturita se fijaran en la letra escarlata; pero también es cierto que lo contrario acontecía cuando menos se esperaba, y siempre con aquella sonrisa peculiar y la extraña expresión de los ojos de que ya se ha hablado.
Una vez, mientras Ester contemplaba su propia imagen en los ojos de su hija, como es costumbre en las madres, brilló en ellos esa expresión singular y fantástica; y como las mujeres que viven solitarias y cuyo corazón está inquieto se hallan sujetas a innumerables ilusiones, se imaginó de repente que veía, no su propia imagen en miniatura, sino otra faz que se reflejaba en los ojos negros de Perla. Era un rostro enemigo, lleno de malignas sonrisas, pero que sin embargo tenía gran semejanza con facciones que había conocido muy bien, aunque raras veces las animara una sonrisa y jamás una expresión malévola. Se diría que un espíritu maligno se había posesionado de la niña, y se mostraba en sus ojos. Después de ese suceso, Ester se vio atormentada varias veces con la misma ilusión de sus sentidos, aunque no con tanta fuerza.

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