PEARL In the afternoon of a
certain summer's day, after Pearl grew big enough to run about, she
amused herself with gathering handfuls of wild flowers, and flinging
them, one by one, at her mother's bosom; dancing up and down like a
little elf whenever she hit the scarlet letter. Hester's first
motion had been to cover her bosom with her clasped hands. But
whether from pride or resignation, or a feeling that her penance
might best be wrought out by this unutterable pain, she resisted the
impulse, and sat erect, pale as death, looking sadly into little
Pearl's wild eyes. Still came the battery of flowers, almost
invariably hitting the mark, and covering the mother's breast with
hurts for which she could find no balm in this world, nor knew how
to seek it in another. At last, her shot being all expended, the
child stood still and gazed at Hester, with that little laughing
image of a fiend peeping out—or, whether it peeped or no, her mother
so imagined it—from the unsearchable abyss of her black eyes.
"Child, what art thou?" cried the mother.
"Oh, I am your little Pearl!" answered the child.
But while she said it, Pearl laughed, and began to dance up and down
with the humoursome gesticulation of a little imp, whose next freak
might be to fly up the chimney.
"Art thou my child, in very truth?" asked Hester.
Nor did she put the question altogether idly, but, for the moment,
with a portion of genuine earnestness; for, such was Pearl's
wonderful intelligence, that her mother half doubted whether she
were not acquainted with the secret spell of her existence, and
might not now reveal herself.
"Yes; I am little Pearl!" repeated the child, continuing her antics.
"Thou art not my child! Thou art no Pearl of mine!" said the mother
half playfully; for it was often the case that a sportive impulse
came over her in the midst of her deepest suffering. "Tell me, then,
what thou art, and who sent thee hither?"
"Tell me, mother!" said the child, seriously, coming up to Hester,
and pressing herself close to her knees. "Do thou tell me!"
"Thy Heavenly Father sent thee!" answered Hester Prynne.
But she said it with a hesitation that did not escape the acuteness
of the child. Whether moved only by her ordinary freakishness, or
because an evil spirit prompted her, she put up her small forefinger
and touched the scarlet letter.
"He did not send me!" cried she, positively. "I have no
Heavenly Father!"
"Hush, Pearl, hush! Thou must not talk so!" answered the mother,
suppressing a groan. "He sent us all into the world. He sent even
me, thy mother. Then, much more thee! Or, if not, thou strange and
elfish child, whence didst thou come?"
"Tell me! Tell me!" repeated Pearl, no longer seriously, but
laughing and capering about the floor. "It is thou that must tell
me!"
But Hester could not resolve the query, being herself in a dismal
labyrinth of doubt. She remembered—betwixt a smile and a shudder—the
talk of the neighbouring townspeople, who, seeking vainly elsewhere
for the child's paternity, and observing some of her odd attributes,
had given out that poor little Pearl was a demon offspring: such as,
ever since old Catholic times, had occasionally been seen on earth,
through the agency of their mother's sin, and to promote some foul
and wicked purpose. Luther, according to the scandal of his monkish
enemies, was a brat of that hellish breed; nor was Pearl the only
child to whom this inauspicious origin was assigned among the New
England Puritans. |
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PERLA
En la tarde de cierto día de verano, cuando ya Perla había crecido
lo bastante para poder andar sola, se divertía la niña en recoger
flores silvestres, arrojándolas una a una al regazo de su madre; y
ejecutando una especie de baile cada vez que una de las flores
acertaba a dar en la letra escarlata. El primer movimiento de Ester
fue cubrir la letra con ambas manos; pero fuese orgullo o
resignación, o la idea de que la pena a que había sido condenada la
satisfaría más pronto por medio de este dolor indecible, resistió el
impulso y se irguió en su asiento, pálida como la muerte, mirando
con tristeza profunda a Perla cuyos ojos brillaban de inusitado
modo. Y siguió la niña lanzándole las flores que invariablemente
daban contra la letra, llenando el pecho maternal de heridas para
las que no podía hallar bálsamo en este mundo, ni sabía cómo
buscarlo en el otro. Al fin, cuando concluyó de arrojar las flores,
la niña permaneció en pie mirando a Ester precisamente como aquella
imagen burlona del enemigo que la madre creía ver en el abismo
insondable de los ojos negros de su hija.
—Hija mía ¿quién eres tú?—exclamó la madre.
—¡Oh! yo soy tu pequeña Perla, respondió.
Pero mientras Perla decía esto, se echó a reír y empezó a bailar con
la gesticulación petulante de un pequeño trasgo, cuyo próximo
capricho sería escaparse por la chimenea.
—¿Eres tú en realidad mi hija? le preguntó Ester.
Y no fue una pregunta ociosa la que hizo, sino que, en aquel
momento, así lo sentía; porque era tal la maravillosa inteligencia
de Perla, que su madre hasta llegaba a imaginarse que la niña
conocía la secreta historia de su existencia y se la revelaría
ahora.
—Sí; yo soy tu pequeña Perla, repitió la niña continuando sus
cabriolas.
—¡Tú no eres mi hija! ¡Tú no eres mi Perla! dijo la madre con aire
semi risueño, porque frecuentemente en medio del más profundo dolor
le venían impulsos festivos.—Dime, pues, quién eres y quién te ha
enviado aquí.
—Dímelo, madre mía,—respondió Perla con acento grave, acercándose a
Ester y abrazándose a sus rodillas,—dímelo, madre, dímelo.
—Tu Padre Celestial te envió, respondió Ester.
Pero lo dijo con una vacilación que no escapó a la viva inteligencia
de la niña; la cual, bien sea movida por su ordinaria petulancia, o
porque un maligno espíritu la inspirara, levantando el dedito índice
y tocando la letra escarlata, exclamó con acento de convicción:
—No; Él no me envió. Yo no tengo Padre Celestial.
—¡Silencio, Perla, silencio! Tú no debes hablar así,—respondió la
madre suprimiendo un gemido. El Padre Celestial nos ha enviado a
todos a este mundo. Hasta me ha enviado a mí, tu madre; y con mucha
mayor razón a tí. Y si no ¿de dónde has venido tú, niña singular y
caprichosa?
—Dímelo, dímelo,—repitió Perla, no ya con su carita seria, sino
riendo y dando brinquitos en el suelo.
Tú eres quien debes decírmelo.
Pero Ester no pudo resolver la pregunta, encontrándose ella misma en
un laberinto de dudas. Recordaba, entre risueña y asustada, la
charla de las gentes del pueblo que, buscando en vano la paternidad
de la niña, y observando algunas de sus peculiaridades, habían dado
en decir que Perla procedía de un demonio, como ya había acontecido
más de una vez en la tierra; ni fue Perla la única a quien los
puritanos de la Nueva Inglaterra imputaron origen tan siniestro. |