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CAPÍTULO IV continuación - Pag 15

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THE INTERVIEW

"Thou knowest," said Hester—for, depressed as she was, she could not endure this last quiet stab at the token of her shame—"thou knowest that I was frank with thee. I felt no love, nor feigned any."

"True," replied he. "It was my folly! I have said it. But, up to that epoch of my life, I had lived in vain. The world had been so cheerless! My heart was a habitation large enough for many guests, but lonely and chill, and without a household fire. I longed to kindle one! It seemed not so wild a dream—old as I was, and sombre as I was, and misshapen as I was—that the simple bliss, which is scattered far and wide, for all mankind to gather up, might yet be mine. And so, Hester, I drew thee into my heart, into its innermost chamber, and sought to warm thee by the warmth which thy presence made there!"

"I have greatly wronged thee," murmured Hester.

"We have wronged each other," answered he. "Mine was the first wrong, when I betrayed thy budding youth into a false and unnatural relation with my decay. Therefore, as a man who has not thought and philosophised in vain, I seek no vengeance, plot no evil against thee. Between thee and me, the scale hangs fairly balanced. But, Hester, the man lives who has wronged us both! Who is he?"
"Ask me not!" replied Hester Prynne, looking firmly into his face. "That thou shalt never know!"

"Never, sayest thou?" rejoined he, with a smile of dark and self-relying intelligence. "Never know him! Believe me, Hester, there are few things whether in the outward world, or, to a certain depth, in the invisible sphere of thought—few things hidden from the man who devotes himself earnestly and unreservedly to the solution of a mystery. Thou mayest cover up thy secret from the prying multitude. Thou mayest conceal it, too, from the ministers and magistrates, even as thou didst this day, when they sought to wrench the name out of thy heart, and give thee a partner on thy pedestal. But, as for me, I come to the inquest with other senses than they possess. I shall seek this man, as I have sought truth in books: as I have sought gold in alchemy. There is a sympathy that will make me conscious of him. I shall see him tremble. I shall feel myself shudder, suddenly and unawares. Sooner or later, he must needs be mine."

The eyes of the wrinkled scholar glowed so intensely upon her, that Hester Prynne clasped her hand over her heart, dreading lest he should read the secret there at once.

"Thou wilt not reveal his name? Not the less he is mine," resumed he, with a look of confidence, as if destiny were at one with him. "He bears no letter of infamy wrought into his garment, as thou dost, but I shall read it on his heart. Yet fear not for him! Think not that I shall interfere with Heaven's own method of retribution, or, to my own loss, betray him to the gripe of human law. Neither do thou imagine that I shall contrive aught against his life; no, nor against his fame, if as I judge, he be a man of fair repute. Let him live! Let him hide himself in outward honour, if he may! Not the less he shall be mine!"

"Thy acts are like mercy," said Hester, bewildered and appalled; "but thy words interpret thee as a terror!"
"One thing, thou that wast my wife, I would enjoin upon thee," continued the scholar. "Thou hast kept the secret of thy paramour. Keep, likewise, mine! There are none in this land that know me. Breathe not to any human soul that thou didst ever call me husband! Here, on this wild outskirt of the earth, I shall pitch my tent; for, elsewhere a wanderer, and isolated from human interests, I find here a woman, a man, a child, amongst whom and myself there exist the closest ligaments. No matter whether of love or hate: no matter whether of right or wrong! Thou and thine, Hester Prynne, belong to me. My home is where thou art and where he is. But betray me not!"
"Wherefore dost thou desire it?" inquired Hester, shrinking, she hardly knew why, from this secret bond. "Why not announce thyself openly, and cast me off at once?"

"It may be," he replied, "because I will not encounter the dishonour that besmirches the husband of a faithless woman. It may be for other reasons. Enough, it is my purpose to live and die unknown. Let, therefore, thy husband be to the world as one already dead, and of whom no tidings shall ever come. Recognise me not, by word, by sign, by look! Breathe not the secret, above all, to the man thou wottest of. Shouldst thou fail me in this, beware! His fame, his position, his life will be in my hands. Beware!"

"I will keep thy secret, as I have his," said Hester.
"Swear it!" rejoined he.
And she took the oath.

"And now, Mistress Prynne," said old Roger Chillingworth, as he was hereafter to be named, "I leave thee alone: alone with thy infant and the scarlet letter! How is it, Hester? Doth thy sentence bind thee to wear the token in thy sleep? Art thou not afraid of nightmares and hideous dreams?"
"Why dost thou smile so at me?" inquired Hester, troubled at the expression of his eyes. "Art thou like the Black Man that haunts the forest round about us? Hast thou enticed me into a bond that will prove the ruin of my soul?"
"Not thy soul," he answered, with another smile. "No, not thine!"

     

LA ENTREVISTA

—Tú sabes, dijo Ester,—quien a pesar del estado de abatimiento en que se encontraba, no pudo sufrir este último golpe que le recordaba su vergüenza,—tú sabes que fui franca contigo. Ni sentí amor, ni fingí tener ninguno.
—Es verdad, replicó el médico: ¡fué una locura mía! Ya lo he dicho. Pero, hasta aquella época de mi vida, yo había vivido en vano. ¡El mundo me había parecido tan triste! Mi corazón era como una morada bastante grande para dar cabida a muchos huéspedes, pero fría y solitaria. Yo deseaba tener un hogar, experimentar su calor. a pesar de lo viejo, de lo contrahecho y sombrío que era, no me pareció un sueño extravagante la idea de que yo podía gozar también de esta simple felicidad, esparcida en todas partes, y de que toda la humanidad puede disfrutar. Y por eso, Ester, te albergué en lo más recóndito de mi corazón, y traté de animar el tuyo con aquella llama que tu presencia había encendido en mi pecho.
—Te he agraviado en extremo, murmuró Ester.
—Nos hemos agraviado mutuamente, respondió el médico. El primer error y agravio fue mío, cuando hice que tu floreciente juventud entrara en una relación falsa, y contraria a la naturaleza, con mi decadencia. Por consiguiente, como hombre que no ha pensado ni filosofado vanamente, no busco venganza, no abrigo ningún mal designio contra tí. Entre tú y yo la balanza está perfectamente equilibrada. Pero, Ester, el hombre que nos ha agraviado a los dos vive. ¿Quién es?
—No me lo preguntes, replicó Ester mirándole al rostro con firmeza. Eso nunca lo sabrás.
—¿Nunca, dices?—replicó el médico con una sonrisa amarga de confianza en sí mismo. ¿Nunca lo sabré? Créeme, Ester, hay pocas cosas,—ya en el mundo exterior, o ya a cierta profundidad en la esfera invisible del pensamiento,—hay pocas cosas, repito, que queden ocultas al hombre que se dedica seriamente y sin descanso a la solución de un misterio. Tú puedes ocultar tu secreto a las miradas escudriñadoras de la multitud. Puedes ocultarlo también a las investigaciones de los ministros y magistrados, como hiciste hoy cuando procuraron arrancar ese nombre a tu corazón y darte un compañero en tu pedestal. Pero en cuanto a mí, yo me dedicaré a la investigación con sentidos que ellos no poseen. Yo buscaré a este hombre como he buscado la verdad en los libros; como he buscado oro en la alquimia. Hay una simpatía oculta que me lo hará conocer. Le veré temblar. Yo mismo al verle, me sentiré estremecer de repente y sin saber por qué. Tarde o temprano, tiene que ser mío.
Los ojos del médico, fijos en el rostro de Ester, brillaron con tal intensidad, que ésta se llevó las manos al corazón como temiendo que pudiese descubrir allí el secreto en aquel momento mismo.
—¿No quieres revelar su nombre? Sin embargo, de todos modos lo sabré,—continuó el médico con una mirada llena de confianza, cual si el destino lo hubiera decretado así. No lleva ninguna letra infamante bordada en su traje, como tú; pero yo la leeré en su corazón. Pero no temas por él. No creas que me mezclaré en la clase de retribución que adopte el cielo, o que lo entregue a las garras de la justicia humana. Ni te imagines que intentaré algo contra su vida; no, ni contra su fama si, como juzgo, es un hombre que goza de buena reputación. Le dejaré vivir: le dejaré envolverse en el manto de su honra externa, si puede. Sin embargo, será mío.
—Tus acciones parecen misericordiosas, dijo Ester desconcertada y aterrada, pero tus palabras te hacen horrible.
—Una cosa te recomendaré, a ti, que eras mi esposa, dijo el sabio. Tú has guardado el secreto de tu cómplice: guarda también el mío. Nadie me conoce en esta tierra. No digas a ningún ser humano que en un tiempo me llamaste tu esposo. Aquí, en esta franja de tierra plantaré mi tienda; porque habiendo sido donde quiera un peregrino, y habiendo vivido alejado de los intereses humanos, he encontrado aquí a una mujer, a un hombre, y a una tierna niña entre los cuales y yo existen los lazos más estrechos que puedan imaginarse. Nada importa que sean de amor o de odio, justos o injustos. Tú y los tuyos, Ester, me pertenecéis. Mi hogar está donde tú estés y donde él esté. ¡Pero no me vendas!
—¿Con qué objeto lo deseas?—le preguntó Ester, negándose, sin saber por qué, a aceptar este secreto convenio. ¿Por qué no te anuncias públicamente y te deshaces de mí de una vez?
—Pudiera moverme a ello, replicó el médico, no querer arrostrar la deshonra que mancha al marido de una mujer infiel. Pudieran moverme también otras razones. Basta con que sepas que es mi objeto vivir y morir desconocido. Por lo tanto, tu marido ha de ser para el mundo un hombre ya muerto, y de quien jamás se recibirá noticia alguna. No me reconozcas ni por una palabra, ni por un signo, ni por una mirada. No descubras a nadie tu secreto, sobre todo al hombre que sabes. Si me faltares en esto... ¡ay de tí! Su fama y buen nombre, su posición, su vida, estarán en mis manos! ¡Guárdate de ello!
—Guardaré tu secreto, como guardo el suyo, dijo Ester.
—Júralo, replicó el otro.
Y ella prestó el juramento.
—Y ahora, Ester,—dijo el anciano Rogerio Chillingworth, como había de llamarse en lo sucesivo,—te dejo sola: sola con tu hija y con la letra escarlata. ¿Qué es eso, Ester? ¿Te obliga la sentencia a dormir con la letra? ¿No tienes temor de que te asalten pesadillas y sueños horribles?
—¿Por qué me miras y te sonríes de ese modo?—le preguntó Ester toda inquieta al ver la expresión de sus ojos.—¿Eres acaso como el Hombre Negro que recorre las selvas que nos rodean? ¿Me has inducido a aceptar un pacto que dará por resultado la perdición de mi alma?
—No la de tu alma,—respondió el médico con otra sonrisa. ¡No; no la de tu alma!

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