THE INTERVIEW "Thou knowest,"
said Hester—for, depressed as she was, she could not endure this
last quiet stab at the token of her shame—"thou knowest that I was
frank with thee. I felt no love, nor feigned any."
"True," replied he. "It was my folly! I have said it. But, up to
that epoch of my life, I had lived in vain. The world had been so
cheerless! My heart was a habitation large enough for many guests,
but lonely and chill, and without a household fire. I longed to
kindle one! It seemed not so wild a dream—old as I was, and sombre
as I was, and misshapen as I was—that the simple bliss, which is
scattered far and wide, for all mankind to gather up, might yet be
mine. And so, Hester, I drew thee into my heart, into its innermost
chamber, and sought to warm thee by the warmth which thy presence
made there!"
"I have greatly wronged thee," murmured Hester.
"We have wronged each other," answered he. "Mine was the first
wrong, when I betrayed thy budding youth into a false and unnatural
relation with my decay. Therefore, as a man who has not thought and
philosophised in vain, I seek no vengeance, plot no evil against
thee. Between thee and me, the scale hangs fairly balanced. But,
Hester, the man lives who has wronged us both! Who is he?"
"Ask me not!" replied Hester Prynne, looking firmly into his face. "That
thou shalt never know!"
"Never, sayest thou?" rejoined he, with a smile of dark and self-relying
intelligence. "Never know him! Believe me, Hester, there are few
things whether in the outward world, or, to a certain depth, in the
invisible sphere of thought—few things hidden from the man who
devotes himself earnestly and unreservedly to the solution of a
mystery. Thou mayest cover up thy secret from the prying multitude.
Thou mayest conceal it, too, from the ministers and magistrates,
even as thou didst this day, when they sought to wrench the name out
of thy heart, and give thee a partner on thy pedestal. But, as for
me, I come to the inquest with other senses than they possess. I
shall seek this man, as I have sought truth in books: as I have
sought gold in alchemy. There is a sympathy that will make me
conscious of him. I shall see him tremble. I shall feel myself
shudder, suddenly and unawares. Sooner or later, he must needs be
mine."
The eyes of the wrinkled scholar glowed so intensely upon her,
that Hester Prynne clasped her hand over her heart, dreading lest he
should read the secret there at once.
"Thou wilt not reveal his name? Not the less he is mine," resumed
he, with a look of confidence, as if destiny were at one with him.
"He bears no letter of infamy wrought into his garment, as thou dost,
but I shall read it on his heart. Yet fear not for him! Think not
that I shall interfere with Heaven's own method of retribution, or,
to my own loss, betray him to the gripe of human law. Neither do
thou imagine that I shall contrive aught against his life; no, nor
against his fame, if as I judge, he be a man of fair repute. Let him
live! Let him hide himself in outward honour, if he may! Not the
less he shall be mine!"
"Thy acts are like mercy," said Hester, bewildered and appalled;
"but thy words interpret thee as a terror!"
"One thing, thou that wast my wife, I would enjoin upon thee,"
continued the scholar. "Thou hast kept the secret of thy paramour.
Keep, likewise, mine! There are none in this land that know me.
Breathe not to any human soul that thou didst ever call me husband!
Here, on this wild outskirt of the earth, I shall pitch my tent; for,
elsewhere a wanderer, and isolated from human interests, I find here
a woman, a man, a child, amongst whom and myself there exist the
closest ligaments. No matter whether of love or hate: no matter
whether of right or wrong! Thou and thine, Hester Prynne, belong to
me. My home is where thou art and where he is. But betray me not!"
"Wherefore dost thou desire it?" inquired Hester, shrinking, she
hardly knew why, from this secret bond. "Why not announce thyself
openly, and cast me off at once?"
"It may be," he replied, "because I will not encounter the
dishonour that besmirches the husband of a faithless woman. It may
be for other reasons. Enough, it is my purpose to live and die
unknown. Let, therefore, thy husband be to the world as one already
dead, and of whom no tidings shall ever come. Recognise me not, by
word, by sign, by look! Breathe not the secret, above all, to the
man thou wottest of. Shouldst thou fail me in this, beware! His fame,
his position, his life will be in my hands. Beware!"
"I will keep thy secret, as I have his," said Hester.
"Swear it!" rejoined he.
And she took the oath.
"And now, Mistress Prynne," said old Roger Chillingworth, as he
was hereafter to be named, "I leave thee alone: alone with thy
infant and the scarlet letter! How is it, Hester? Doth thy sentence
bind thee to wear the token in thy sleep? Art thou not afraid of
nightmares and hideous dreams?"
"Why dost thou smile so at me?" inquired Hester, troubled at the
expression of his eyes. "Art thou like the Black Man that haunts the
forest round about us? Hast thou enticed me into a bond that will
prove the ruin of my soul?"
"Not thy soul," he answered, with another smile. "No, not thine!" |
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LA ENTREVISTA
—Tú sabes, dijo Ester,—quien a pesar del estado de abatimiento en
que se encontraba, no pudo sufrir este último golpe que le recordaba
su vergüenza,—tú sabes que fui franca contigo. Ni sentí amor, ni
fingí tener ninguno.
—Es verdad, replicó el médico: ¡fué una locura mía! Ya lo he dicho.
Pero, hasta aquella época de mi vida, yo había vivido en vano. ¡El
mundo me había parecido tan triste! Mi corazón era como una morada
bastante grande para dar cabida a muchos huéspedes, pero fría y
solitaria. Yo deseaba tener un hogar, experimentar su calor. a pesar
de lo viejo, de lo contrahecho y sombrío que era, no me pareció un
sueño extravagante la idea de que yo podía gozar también de esta
simple felicidad, esparcida en todas partes, y de que toda la
humanidad puede disfrutar. Y por eso, Ester, te albergué en lo más
recóndito de mi corazón, y traté de animar el tuyo con aquella llama
que tu presencia había encendido en mi pecho.
—Te he agraviado en extremo, murmuró Ester.
—Nos hemos agraviado mutuamente, respondió el médico. El primer
error y agravio fue mío, cuando hice que tu floreciente juventud
entrara en una relación falsa, y contraria a la naturaleza, con mi
decadencia. Por consiguiente, como hombre que no ha pensado ni
filosofado vanamente, no busco venganza, no abrigo ningún mal
designio contra tí. Entre tú y yo la balanza está perfectamente
equilibrada. Pero, Ester, el hombre que nos ha agraviado a los dos
vive. ¿Quién es?
—No me lo preguntes, replicó Ester mirándole al rostro con firmeza.
Eso nunca lo sabrás.
—¿Nunca, dices?—replicó el médico con una sonrisa amarga de
confianza en sí mismo. ¿Nunca lo sabré? Créeme, Ester, hay pocas
cosas,—ya en el mundo exterior, o ya a cierta profundidad en la
esfera invisible del pensamiento,—hay pocas cosas, repito, que
queden ocultas al hombre que se dedica seriamente y sin descanso a
la solución de un misterio. Tú puedes ocultar tu secreto a las
miradas escudriñadoras de la multitud. Puedes ocultarlo también a
las investigaciones de los ministros y magistrados, como hiciste hoy
cuando procuraron arrancar ese nombre a tu corazón y darte un
compañero en tu pedestal. Pero en cuanto a mí, yo me dedicaré a la
investigación con sentidos que ellos no poseen. Yo buscaré a este
hombre como he buscado la verdad en los libros; como he buscado oro
en la alquimia. Hay una simpatía oculta que me lo hará conocer. Le
veré temblar. Yo mismo al verle, me sentiré estremecer de repente y
sin saber por qué. Tarde o temprano, tiene que ser mío.
Los ojos del médico, fijos en el rostro de Ester, brillaron con tal
intensidad, que ésta se llevó las manos al corazón como temiendo que
pudiese descubrir allí el secreto en aquel momento mismo.
—¿No quieres revelar su nombre? Sin embargo, de todos modos lo
sabré,—continuó el médico con una mirada llena de confianza, cual si
el destino lo hubiera decretado así. No lleva ninguna letra
infamante bordada en su traje, como tú; pero yo la leeré en su
corazón. Pero no temas por él. No creas que me mezclaré en la clase
de retribución que adopte el cielo, o que lo entregue a las garras
de la justicia humana. Ni te imagines que intentaré algo contra su
vida; no, ni contra su fama si, como juzgo, es un hombre que goza de
buena reputación. Le dejaré vivir: le dejaré envolverse en el manto
de su honra externa, si puede. Sin embargo, será mío.
—Tus acciones parecen misericordiosas, dijo Ester desconcertada y
aterrada, pero tus palabras te hacen horrible.
—Una cosa te recomendaré, a ti, que eras mi esposa, dijo el sabio.
Tú has guardado el secreto de tu cómplice: guarda también el mío.
Nadie me conoce en esta tierra. No digas a ningún ser humano que en
un tiempo me llamaste tu esposo. Aquí, en esta franja de tierra
plantaré mi tienda; porque habiendo sido donde quiera un peregrino,
y habiendo vivido alejado de los intereses humanos, he encontrado
aquí a una mujer, a un hombre, y a una tierna niña entre los cuales
y yo existen los lazos más estrechos que puedan imaginarse. Nada
importa que sean de amor o de odio, justos o injustos. Tú y los
tuyos, Ester, me pertenecéis. Mi hogar está donde tú estés y donde
él esté. ¡Pero no me vendas!
—¿Con qué objeto lo deseas?—le preguntó Ester, negándose, sin saber
por qué, a aceptar este secreto convenio. ¿Por qué no te anuncias
públicamente y te deshaces de mí de una vez?
—Pudiera moverme a ello, replicó el médico, no querer arrostrar la
deshonra que mancha al marido de una mujer infiel. Pudieran moverme
también otras razones. Basta con que sepas que es mi objeto vivir y
morir desconocido. Por lo tanto, tu marido ha de ser para el mundo
un hombre ya muerto, y de quien jamás se recibirá noticia alguna. No
me reconozcas ni por una palabra, ni por un signo, ni por una
mirada. No descubras a nadie tu secreto, sobre todo al hombre que
sabes. Si me faltares en esto... ¡ay de tí! Su fama y buen nombre,
su posición, su vida, estarán en mis manos! ¡Guárdate de ello!
—Guardaré tu secreto, como guardo el suyo, dijo Ester.
—Júralo, replicó el otro.
Y ella prestó el juramento.
—Y ahora, Ester,—dijo el anciano Rogerio Chillingworth, como había
de llamarse en lo sucesivo,—te dejo sola: sola con tu hija y con la
letra escarlata. ¿Qué es eso, Ester? ¿Te obliga la sentencia a
dormir con la letra? ¿No tienes temor de que te asalten pesadillas y
sueños horribles?
—¿Por qué me miras y te sonríes de ese modo?—le preguntó Ester toda
inquieta al ver la expresión de sus ojos.—¿Eres acaso como el Hombre
Negro que recorre las selvas que nos rodean? ¿Me has inducido a
aceptar un pacto que dará por resultado la perdición de mi alma?
—No la de tu alma,—respondió el médico con otra sonrisa. ¡No; no la
de tu alma! |