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CAPÍTULO IV continuación - Pag 14

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THE INTERVIEW

As she still hesitated, being, in fact, in no reasonable state of mind, he took the infant in his arms, and himself administered the draught. It soon proved its efficacy, and redeemed the leech's pledge. The moans of the little patient subsided; its convulsive tossings gradually ceased; and in a few moments, as is the custom of young children after relief from pain, it sank into a profound and dewy slumber. The physician, as he had a fair right to be termed, next bestowed his attention on the mother. With calm and intent scrutiny, he felt her pulse, looked into her eyes—a gaze that made her heart shrink and shudder, because so familiar, and yet so strange and cold—and, finally, satisfied with his investigation, proceeded to mingle another draught.

"I know not Lethe nor Nepenthe," remarked he; "but I have learned many new secrets in the wilderness, and here is one of them—a recipe that an Indian taught me, in requital of some lessons of my own, that were as old as Paracelsus. Drink it! It may be less soothing than a sinless conscience. That I cannot give thee. But it will calm the swell and heaving of thy passion, like oil thrown on the waves of a tempestuous sea."

He presented the cup to Hester, who received it with a slow, earnest look into his face; not precisely a look of fear, yet full of doubt and questioning as to what his purposes might be. She looked also at her slumbering child.

"I have thought of death," said she—"have wished for it—would even have prayed for it, were it fit that such as I should pray for anything. Yet, if death be in this cup, I bid thee think again, ere thou beholdest me quaff it. See! it is even now at my lips."
"Drink, then," replied he, still with the same cold composure. "Dost thou know me so little, Hester Prynne? Are my purposes wont to be so shallow? Even if I imagine a scheme of vengeance, what could I do better for my object than to let thee live—than to give thee medicines against all harm and peril of life—so that this burning shame may still blaze upon thy bosom?" As he spoke, he laid his long fore-finger on the scarlet letter, which forthwith seemed to scorch into Hester's breast, as if it had been red hot. He noticed her involuntary gesture, and smiled. "Live, therefore, and bear about thy doom with thee, in the eyes of men and women—in the eyes of him whom thou didst call thy husband—in the eyes of yonder child! And, that thou mayest live, take off this draught."

Without further expostulation or delay, Hester Prynne drained the cup, and, at the motion of the man of skill, seated herself on the bed, where the child was sleeping; while he drew the only chair which the room afforded, and took his own seat beside her. She could not but tremble at these preparations; for she felt that—having now done all that humanity, or principle, or, if so it were, a refined cruelty, impelled him to do for the relief of physical suffering—he was next to treat with her as the man whom she had most deeply and irreparably injured.
"Hester," said he, "I ask not wherefore, nor how thou hast fallen into the pit, or say, rather, thou hast ascended to the pedestal of infamy on which I found thee. The reason is not far to seek. It was my folly, and thy weakness. I—a man of thought—the book-worm of great libraries—a man already in decay, having given my best years to feed the hungry dream of knowledge—what had I to do with youth and beauty like thine own? Misshapen from my birth-hour, how could I delude myself with the idea that intellectual gifts might veil physical deformity in a young girl's fantasy? Men call me wise. If sages were ever wise in their own behoof, I might have foreseen all this. I might have known that, as I came out of the vast and dismal forest, and entered this settlement of Christian men, the very first object to meet my eyes would be thyself, Hester Prynne, standing up, a statue of ignominy, before the people. Nay, from the moment when we came down the old church-steps together, a married pair, I might have beheld the bale-fire of that scarlet letter blazing at the end of our path!"

     

LA ENTREVISTA

Como Ester aun vacilaba, no hallándose realmente en aquellos momentos en su sano juicio, el médico tomó a la niña en brazos y él mismo le administró la poción, que pronto dejó sentir su eficacia. Los quejidos de la pequeña paciente se calmaron, sus convulsiones fueron cesando gradualmente; y a los pocos momentos, como es la costumbre de los tiernos niños después de verse libres del dolor, quedó sumergida en un profundo sueño. El médico, pues así puede llamársele con todo derecho, dirigió entonces su atención a la madre. Con calma y despacio la examinó, le tomó el pulso, dio una mirada a sus ojos; mirada que le oprimió el corazón y la hizo estremecer, por serle tan familiar, y sin embargo tan extraña y fría,—y finalmente, satisfecho de los resultados de su investigación, procedió a preparar otra poción.
—No sé donde hallar el leteo ni el nepentes, dijo, pero he aprendido muchos nuevos secretos entre los salvajes; y esta receta que me dió un indio en cambio de algunas lecciones mías, tan antiguas como Paracelso, es uno de esos secretos. Bebe esto. Será sin embargo menos calmante que una conciencia limpia y pura; pero no puedo darte eso. Calmará a pesar de todo la agitación de tu pecho y las marejadas de tu pasión, así como lo hace el aceite arrojado sobre las olas de un mar tempestuoso.
Presentó la taza a Ester, que la recibió mirándole con fijeza de una manera lenta y seria; no precisamente con una mirada de temor, sino llena de dudas, como interrogándole acerca de lo que podrían ser sus propósitos, y al mismo tiempo dirigió también una mirada a la niñita dormida.
—He pensado en la muerte, dijo, la he deseado, hasta hubiera rogado por ella, si pudiera rogar por algo. Sin embargo, si la muerte se encierra en esta taza, te pido que lo reflexiones antes de que me veas beberla. Mira: ya la he llevado a los labios.
—Bebe, pues, replicó el médico con el mismo aire de sosiego y frialdad de antes. ¿Tan poco me conoces, Ester? ¿Podrían ser mis propósitos tan vanos? Aun en el caso de que imaginara un medio de vengarme, ¿qué podría servir mejor para mis fines que dejarte vivir, y darte estas medicinas contra todo lo que pudiese poner en peligro tu vida, de modo que esa candente ignominia continúe brillando en tu seno?
Al hablar así, tocó con el índice la letra escarlata, que parecía abrasar el pecho de Ester como si hubiera sido en efecto un hierro candente. El médico notó su gesto involuntario, y con una sonrisa dijo:
—Vive, sí, vive; y lleva contigo este signo ante los ojos de hombres y mujeres,—ante los ojos de aquel a quien llamaste tu marido,—ante los ojos de esa niñita. Y para que puedas vivir, toma esta medicina.
Sin decir una palabra, Ester apuró la taza, y obedeciendo a una señal de aquel hombre de ciencia, se sentó en la cama en que dormía la niñita, mientras él, tomando la única silla que había en la habitación, se sentó a su lado. Ella no pudo menos de temblar ante estos preparativos, pues comprendía que, habiendo ya hecho él todo lo que la humanidad, o el deber, o si se quiere, una refinada crueldad le obligaban a hacer en alivio de sus dolores físicos, iba a tratarla ahora como hombre a quien había ofendido de la manera más profunda é irreparable.
—Ester, dijo, no pregunto por qué motivos, ni cómo has caído en el abismo, mejor dicho, has subido al pedestal de infamia en que te he hallado. La razón es fácil de hallar. Ha sido mi locura y tu debilidad. Yo,—un hombre dado al estudio, una verdadera polilla de biblioteca,—un hombre ya en el declive de sus años, que empleó los mejores de su vida en alimentar su afán devorador de saber,—¿qué tenía que ver con una belleza y juventud como la tuya? Contrahecho desde que nací, ¿cómo pude engañarme con la idea de que los dones intelectuales podrían en la fantasía de una joven doncella arrojar un velo sobre las deformidades físicas? Los hombres me llaman sabio. Si los sabios fueran cuerdos en lo que les concierne, yo debería haber previsto todo esto. Yo debería haber sabido que, al dejar la vasta y tenebrosa selva para entrar en esta población de cristianos, el primer objeto con que habían de tropezar mis miradas, serías tú, Ester, de pie, como una estatua de ignominia, expuesta a los ojos del pueblo. Sí, desde el instante que salimos de la iglesia, ya unidos por los lazos del matrimonio, debería haber contemplado la llama ardiente de esa letra escarlata brillando a la extremidad de nuestro sendero.

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