THE INTERVIEW As she still
hesitated, being, in fact, in no reasonable state of mind, he took
the infant in his arms, and himself administered the draught. It
soon proved its efficacy, and redeemed the leech's pledge. The moans
of the little patient subsided; its convulsive tossings gradually
ceased; and in a few moments, as is the custom of young children
after relief from pain, it sank into a profound and dewy slumber.
The physician, as he had a fair right to be termed, next bestowed
his attention on the mother. With calm and intent scrutiny, he felt
her pulse, looked into her eyes—a gaze that made her heart shrink
and shudder, because so familiar, and yet so strange and cold—and,
finally, satisfied with his investigation, proceeded to mingle
another draught.
"I know not Lethe nor Nepenthe," remarked he; "but I have learned
many new secrets in the wilderness, and here is one of them—a recipe
that an Indian taught me, in requital of some lessons of my own,
that were as old as Paracelsus. Drink it! It may be less soothing
than a sinless conscience. That I cannot give thee. But it will calm
the swell and heaving of thy passion, like oil thrown on the waves
of a tempestuous sea."
He presented the cup to Hester, who received it with a slow,
earnest look into his face; not precisely a look of fear, yet full
of doubt and questioning as to what his purposes might be. She
looked also at her slumbering child.
"I have thought of death," said she—"have wished for it—would
even have prayed for it, were it fit that such as I should pray for
anything. Yet, if death be in this cup, I bid thee think again, ere
thou beholdest me quaff it. See! it is even now at my lips."
"Drink, then," replied he, still with the same cold composure. "Dost
thou know me so little, Hester Prynne? Are my purposes wont to be so
shallow? Even if I imagine a scheme of vengeance, what could I do
better for my object than to let thee live—than to give thee
medicines against all harm and peril of life—so that this burning
shame may still blaze upon thy bosom?" As he spoke, he laid his long
fore-finger on the scarlet letter, which forthwith seemed to scorch
into Hester's breast, as if it had been red hot. He noticed her
involuntary gesture, and smiled. "Live, therefore, and bear about
thy doom with thee, in the eyes of men and women—in the eyes of him
whom thou didst call thy husband—in the eyes of yonder child! And,
that thou mayest live, take off this draught."
Without further expostulation or delay, Hester Prynne drained the
cup, and, at the motion of the man of skill, seated herself on the
bed, where the child was sleeping; while he drew the only chair
which the room afforded, and took his own seat beside her. She could
not but tremble at these preparations; for she felt that—having now
done all that humanity, or principle, or, if so it were, a refined
cruelty, impelled him to do for the relief of physical suffering—he
was next to treat with her as the man whom she had most deeply and
irreparably injured.
"Hester," said he, "I ask not wherefore, nor how thou hast fallen
into the pit, or say, rather, thou hast ascended to the pedestal of
infamy on which I found thee. The reason is not far to seek. It was
my folly, and thy weakness. I—a man of thought—the book-worm of
great libraries—a man already in decay, having given my best years
to feed the hungry dream of knowledge—what had I to do with youth
and beauty like thine own? Misshapen from my birth-hour, how could I
delude myself with the idea that intellectual gifts might veil
physical deformity in a young girl's fantasy? Men call me wise. If
sages were ever wise in their own behoof, I might have foreseen all
this. I might have known that, as I came out of the vast and dismal
forest, and entered this settlement of Christian men, the very first
object to meet my eyes would be thyself, Hester Prynne, standing up,
a statue of ignominy, before the people. Nay, from the moment when
we came down the old church-steps together, a married pair, I might
have beheld the bale-fire of that scarlet letter blazing at the end
of our path!" |
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LA ENTREVISTA
Como Ester aun vacilaba, no hallándose realmente en aquellos
momentos en su sano juicio, el médico tomó a la niña en brazos y él
mismo le administró la poción, que pronto dejó sentir su eficacia.
Los quejidos de la pequeña paciente se calmaron, sus convulsiones
fueron cesando gradualmente; y a los pocos momentos, como es la
costumbre de los tiernos niños después de verse libres del dolor,
quedó sumergida en un profundo sueño. El médico, pues así puede
llamársele con todo derecho, dirigió entonces su atención a la
madre. Con calma y despacio la examinó, le tomó el pulso, dio una
mirada a sus ojos; mirada que le oprimió el corazón y la hizo
estremecer, por serle tan familiar, y sin embargo tan extraña y
fría,—y finalmente, satisfecho de los resultados de su
investigación, procedió a preparar otra poción.
—No sé donde hallar el leteo ni el nepentes, dijo, pero he aprendido
muchos nuevos secretos entre los salvajes; y esta receta que me dió
un indio en cambio de algunas lecciones mías, tan antiguas como
Paracelso, es uno de esos secretos. Bebe esto. Será sin embargo
menos calmante que una conciencia limpia y pura; pero no puedo darte
eso. Calmará a pesar de todo la agitación de tu pecho y las
marejadas de tu pasión, así como lo hace el aceite arrojado sobre
las olas de un mar tempestuoso.
Presentó la taza a Ester, que la recibió mirándole con fijeza de una
manera lenta y seria; no precisamente con una mirada de temor, sino
llena de dudas, como interrogándole acerca de lo que podrían ser sus
propósitos, y al mismo tiempo dirigió también una mirada a la niñita
dormida.
—He pensado en la muerte, dijo, la he deseado, hasta hubiera rogado
por ella, si pudiera rogar por algo. Sin embargo, si la muerte se
encierra en esta taza, te pido que lo reflexiones antes de que me
veas beberla. Mira: ya la he llevado a los labios.
—Bebe, pues, replicó el médico con el mismo aire de sosiego y
frialdad de antes. ¿Tan poco me conoces, Ester? ¿Podrían ser mis
propósitos tan vanos? Aun en el caso de que imaginara un medio de
vengarme, ¿qué podría servir mejor para mis fines que dejarte vivir,
y darte estas medicinas contra todo lo que pudiese poner en peligro
tu vida, de modo que esa candente ignominia continúe brillando en tu
seno?
Al hablar así, tocó con el índice la letra escarlata, que parecía
abrasar el pecho de Ester como si hubiera sido en efecto un hierro
candente. El médico notó su gesto involuntario, y con una sonrisa
dijo:
—Vive, sí, vive; y lleva contigo este signo ante los ojos de hombres
y mujeres,—ante los ojos de aquel a quien llamaste tu marido,—ante
los ojos de esa niñita. Y para que puedas vivir, toma esta medicina.
Sin decir una palabra, Ester apuró la taza, y obedeciendo a una
señal de aquel hombre de ciencia, se sentó en la cama en que dormía
la niñita, mientras él, tomando la única silla que había en la
habitación, se sentó a su lado. Ella no pudo menos de temblar ante
estos preparativos, pues comprendía que, habiendo ya hecho él todo
lo que la humanidad, o el deber, o si se quiere, una refinada
crueldad le obligaban a hacer en alivio de sus dolores físicos, iba
a tratarla ahora como hombre a quien había ofendido de la manera más
profunda é irreparable.
—Ester, dijo, no pregunto por qué motivos, ni cómo has caído en el
abismo, mejor dicho, has subido al pedestal de infamia en que te he
hallado. La razón es fácil de hallar. Ha sido mi locura y tu
debilidad. Yo,—un hombre dado al estudio, una verdadera polilla de
biblioteca,—un hombre ya en el declive de sus años, que empleó los
mejores de su vida en alimentar su afán devorador de saber,—¿qué
tenía que ver con una belleza y juventud como la tuya? Contrahecho
desde que nací, ¿cómo pude engañarme con la idea de que los dones
intelectuales podrían en la fantasía de una joven doncella arrojar
un velo sobre las deformidades físicas? Los hombres me llaman sabio.
Si los sabios fueran cuerdos en lo que les concierne, yo debería
haber previsto todo esto. Yo debería haber sabido que, al dejar la
vasta y tenebrosa selva para entrar en esta población de cristianos,
el primer objeto con que habían de tropezar mis miradas, serías tú,
Ester, de pie, como una estatua de ignominia, expuesta a los ojos
del pueblo. Sí, desde el instante que salimos de la iglesia, ya
unidos por los lazos del matrimonio, debería haber contemplado la
llama ardiente de esa letra escarlata brillando a la extremidad de
nuestro sendero. |