THE INTERVIEW After her return
to the prison, Hester Prynne was found to be in a state of nervous
excitement, that demanded constant watchfulness, lest she should
perpetrate violence on herself, or do some half-frenzied mischief to
the poor babe. As night approached, it proving impossible to quell
her insubordination by rebuke or threats of punishment, Master
Brackett, the jailer, thought fit to introduce a physician. He
described him as a man of skill in all Christian modes of physical
science, and likewise familiar with whatever the savage people could
teach in respect to medicinal herbs and roots that grew in the
forest. To say the truth, there was much need of professional
assistance, not merely for Hester herself, but still more urgently
for the child—who, drawing its sustenance from the maternal bosom,
seemed to have drank in with it all the turmoil, the anguish and
despair, which pervaded the mother's system. It now writhed in
convulsions of pain, and was a forcible type, in its little frame,
of the moral agony which Hester Prynne had borne throughout the day.
Closely following the jailer into the dismal apartment, appeared
that individual, of singular aspect whose presence in the crowd had
been of such deep interest to the wearer of the scarlet letter. He
was lodged in the prison, not as suspected of any offence, but as
the most convenient and suitable mode of disposing of him, until the
magistrates should have conferred with the Indian sagamores
respecting his ransom. His name was announced as Roger Chillingworth.
The jailer, after ushering him into the room, remained a moment,
marvelling at the comparative quiet that followed his entrance; for
Hester Prynne had immediately become as still as death, although the
child continued to moan.
"Prithee, friend, leave me alone with my patient," said the
practitioner. "Trust me, good jailer, you shall briefly have peace
in your house; and, I promise you, Mistress Prynne shall hereafter
be more amenable to just authority than you may have found her
heretofore."
"Nay, if your worship can accomplish that," answered Master Brackett,
"I shall own you for a man of skill, indeed! Verily, the woman hath
been like a possessed one; and there lacks little that I should take
in hand, to drive Satan out of her with stripes."
The stranger had entered the room with the characteristic quietude
of the profession to which he announced himself as belonging. Nor
did his demeanour change when the withdrawal of the prison keeper
left him face to face with the woman, whose absorbed notice of him,
in the crowd, had intimated so close a relation between himself and
her. His first care was given to the child, whose cries, indeed, as
she lay writhing on the trundle-bed, made it of peremptory necessity
to postpone all other business to the task of soothing her. He
examined the infant carefully, and then proceeded to unclasp a
leathern case, which he took from beneath his dress. It appeared to
contain medical preparations, one of which he mingled with a cup of
water.
"My old studies in alchemy," observed he, "and my sojourn, for above
a year past, among a people well versed in the kindly properties of
simples, have made a better physician of me than many that claim the
medical degree. Here, woman! The child is yours—she is none of mine—neither
will she recognise my voice or aspect as a father's. Administer this
draught, therefore, with thine own hand."
Hester repelled the offered medicine, at the same time gazing with
strongly marked apprehension into his face. "Wouldst thou avenge
thyself on the innocent babe?" whispered she.
"Foolish woman!" responded the physician, half coldly, half
soothingly. "What should ail me to harm this misbegotten and
miserable babe? The medicine is potent for good, and were it my
child—yea, mine own, as well as thine! I could do no better for it." |
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LA ENTREVISTA
DESPUÉS de su regreso a la cárcel fue tal el estado de agitación
nerviosa de Ester, que se hizo necesaria la vigilancia más asidua
para impedir que intentase algo contra su persona, o que en un
momento de arrebato hiciera algún daño a la pobre criaturita. Al
acercarse la noche, y al ver que no era posible reducirla a la
obediencia ni por medio de reprensiones ni de amenazas de castigo,
el carcelero creyó conveniente hacer venir a un médico, que calificó
de hombre muy experto en todas las artes cristianas de ciencias
físicas, y que al mismo tiempo estaba familiarizado con todo lo que
los salvajes podían enseñar en materia de hierbas y raíces
medicinales que crecen en los bosques. En realidad, no solamente
Ester, sino mucho más aún la tierna niña, necesitaban con urgencia
los auxilios de un médico; la niña, que derivaba su sustento del
seno maternal, parecía haber bebido toda la angustia, desesperación
y agitación que llenaban el alma de su madre, y se retorcía ahora en
convulsiones de dolor. Era, en pequeña escala, una imagen viva de la
agonía moral por que había pasado Ester durante tantas horas.
Siguiendo de cerca al carcelero en aquella sombría morada, entró el
individuo de aspecto singular cuya presencia en la multitud había
causado tan honda impresión en la portadora de la letra escarlata.
Lo habían alojado en la cárcel, no porque se le sospechase de algún
delito, sino por ser la manera más conveniente y cómoda de disponer
de él hasta que los magistrados hubieran conferenciado con los jefes
indios acerca del rescate. Se dijo que su nombre era Rogerio
Chillingworth. El carcelero, después de introducirlo en la
habitación, permaneció allí un momento, sorprendido de la calma
comparativa que había causado su entrada, pues Ester se había vuelto
inmediatamente tan tranquila como la muerte, aunque la criaturita
continuaba quejándose.
—Te ruego, amigo, que me dejes solo con la enferma, dijo el médico.
Créeme, buen carcelero, pronto habrá paz en esta morada; y te
prometo que la Sra. Prynne se mostrará en adelante más dócil a la
autoridad y más tratable que hasta ahora.
—Si Su Señoría puede realizar eso, contestó el carcelero, os tendré
por un hombre indudablemente hábil. En verdad que esta mujer se ha
portado como si estuviese poseída del enemigo malo; y poco faltó
para decidirme a arrojar de su cuerpo a Satanás y a latigazos.
El extranjero había entrado en la habitación con la tranquilidad
característica de la profesión a que se decía pertenecer. Ni tampoco
cambió de aspecto cuando la retirada del carcelero le dejó faz a faz
con la mujer que le había reconocido en medio de la multitud, y cuya
abstracción profunda al reconocerle indicaba mucha intimidad entre
ambos. Su primer cuidado fue atender a la tierna criaturita, cuyos
gritos, mientras se retorcía en su cama, hacían de absoluta
necesidad posponer todo otro asunto a la tarea de calmar sus
dolores. La examinó cuidadosamente y procedió luego a abrir una
bolsa de cuero, que llevaba bajo su traje, y parecía contener
medicinas, una de las cuales mezcló con un poco de agua en una taza.
—Mis antiguos estudios en alquimia, dijo por vía de observación, y
mi residencia de más de un año entre un pueblo muy versado en las
propiedades de las hierbas, han hecho de mí un médico mejor que
muchos que se han graduado. Oye, mujer, la niña es tuya, no tiene
nada mío, ni reconocerá mi voz ni mi rostro como los de un padre.
Adminístrale por lo tanto esta poción con tus propias manos.
Ester rechazó la medicina que le presentaban, fijando al mismo
tiempo con visible temor las miradas en el rostro del hombre.
—¿Tratarías de vengarte en la inocente criatura? dijo en voz baja.
—¡Loca mujer! respondió el médico con acento entre frío y blando.
¿Qué provecho me vendría a mí de hacer daño a esta pobre y bastarda
criatura? La medicina es buena y provechosa; y si fuera mi hija, mi
propia hija así como tuya, no podría hacer nada mejor en beneficio
suyo. |