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CAPÍTULO IV - Pag 13

English version       Versión en español
THE INTERVIEW

After her return to the prison, Hester Prynne was found to be in a state of nervous excitement, that demanded constant watchfulness, lest she should perpetrate violence on herself, or do some half-frenzied mischief to the poor babe. As night approached, it proving impossible to quell her insubordination by rebuke or threats of punishment, Master Brackett, the jailer, thought fit to introduce a physician. He described him as a man of skill in all Christian modes of physical science, and likewise familiar with whatever the savage people could teach in respect to medicinal herbs and roots that grew in the forest. To say the truth, there was much need of professional assistance, not merely for Hester herself, but still more urgently for the child—who, drawing its sustenance from the maternal bosom, seemed to have drank in with it all the turmoil, the anguish and despair, which pervaded the mother's system. It now writhed in convulsions of pain, and was a forcible type, in its little frame, of the moral agony which Hester Prynne had borne throughout the day.
Closely following the jailer into the dismal apartment, appeared that individual, of singular aspect whose presence in the crowd had been of such deep interest to the wearer of the scarlet letter. He was lodged in the prison, not as suspected of any offence, but as the most convenient and suitable mode of disposing of him, until the magistrates should have conferred with the Indian sagamores respecting his ransom. His name was announced as Roger Chillingworth. The jailer, after ushering him into the room, remained a moment, marvelling at the comparative quiet that followed his entrance; for Hester Prynne had immediately become as still as death, although the child continued to moan.
"Prithee, friend, leave me alone with my patient," said the practitioner. "Trust me, good jailer, you shall briefly have peace in your house; and, I promise you, Mistress Prynne shall hereafter be more amenable to just authority than you may have found her heretofore."
"Nay, if your worship can accomplish that," answered Master Brackett, "I shall own you for a man of skill, indeed! Verily, the woman hath been like a possessed one; and there lacks little that I should take in hand, to drive Satan out of her with stripes."
The stranger had entered the room with the characteristic quietude of the profession to which he announced himself as belonging. Nor did his demeanour change when the withdrawal of the prison keeper left him face to face with the woman, whose absorbed notice of him, in the crowd, had intimated so close a relation between himself and her. His first care was given to the child, whose cries, indeed, as she lay writhing on the trundle-bed, made it of peremptory necessity to postpone all other business to the task of soothing her. He examined the infant carefully, and then proceeded to unclasp a leathern case, which he took from beneath his dress. It appeared to contain medical preparations, one of which he mingled with a cup of water.
"My old studies in alchemy," observed he, "and my sojourn, for above a year past, among a people well versed in the kindly properties of simples, have made a better physician of me than many that claim the medical degree. Here, woman! The child is yours—she is none of mine—neither will she recognise my voice or aspect as a father's. Administer this draught, therefore, with thine own hand."
Hester repelled the offered medicine, at the same time gazing with strongly marked apprehension into his face. "Wouldst thou avenge thyself on the innocent babe?" whispered she.

"Foolish woman!" responded the physician, half coldly, half soothingly. "What should ail me to harm this misbegotten and miserable babe? The medicine is potent for good, and were it my child—yea, mine own, as well as thine! I could do no better for it."

     

LA ENTREVISTA

DESPUÉS de su regreso a la cárcel fue tal el estado de agitación nerviosa de Ester, que se hizo necesaria la vigilancia más asidua para impedir que intentase algo contra su persona, o que en un momento de arrebato hiciera algún daño a la pobre criaturita. Al acercarse la noche, y al ver que no era posible reducirla a la obediencia ni por medio de reprensiones ni de amenazas de castigo, el carcelero creyó conveniente hacer venir a un médico, que calificó de hombre muy experto en todas las artes cristianas de ciencias físicas, y que al mismo tiempo estaba familiarizado con todo lo que los salvajes podían enseñar en materia de hierbas y raíces medicinales que crecen en los bosques. En realidad, no solamente Ester, sino mucho más aún la tierna niña, necesitaban con urgencia los auxilios de un médico; la niña, que derivaba su sustento del seno maternal, parecía haber bebido toda la angustia, desesperación y agitación que llenaban el alma de su madre, y se retorcía ahora en convulsiones de dolor. Era, en pequeña escala, una imagen viva de la agonía moral por que había pasado Ester durante tantas horas.
Siguiendo de cerca al carcelero en aquella sombría morada, entró el individuo de aspecto singular cuya presencia en la multitud había causado tan honda impresión en la portadora de la letra escarlata. Lo habían alojado en la cárcel, no porque se le sospechase de algún delito, sino por ser la manera más conveniente y cómoda de disponer de él hasta que los magistrados hubieran conferenciado con los jefes indios acerca del rescate. Se dijo que su nombre era Rogerio Chillingworth. El carcelero, después de introducirlo en la habitación, permaneció allí un momento, sorprendido de la calma comparativa que había causado su entrada, pues Ester se había vuelto inmediatamente tan tranquila como la muerte, aunque la criaturita continuaba quejándose.
—Te ruego, amigo, que me dejes solo con la enferma, dijo el médico. Créeme, buen carcelero, pronto habrá paz en esta morada; y te prometo que la Sra. Prynne se mostrará en adelante más dócil a la autoridad y más tratable que hasta ahora.
—Si Su Señoría puede realizar eso, contestó el carcelero, os tendré por un hombre indudablemente hábil. En verdad que esta mujer se ha portado como si estuviese poseída del enemigo malo; y poco faltó para decidirme a arrojar de su cuerpo a Satanás y a latigazos.
El extranjero había entrado en la habitación con la tranquilidad característica de la profesión a que se decía pertenecer. Ni tampoco cambió de aspecto cuando la retirada del carcelero le dejó faz a faz con la mujer que le había reconocido en medio de la multitud, y cuya abstracción profunda al reconocerle indicaba mucha intimidad entre ambos. Su primer cuidado fue atender a la tierna criaturita, cuyos gritos, mientras se retorcía en su cama, hacían de absoluta necesidad posponer todo otro asunto a la tarea de calmar sus dolores. La examinó cuidadosamente y procedió luego a abrir una bolsa de cuero, que llevaba bajo su traje, y parecía contener medicinas, una de las cuales mezcló con un poco de agua en una taza.
—Mis antiguos estudios en alquimia, dijo por vía de observación, y mi residencia de más de un año entre un pueblo muy versado en las propiedades de las hierbas, han hecho de mí un médico mejor que muchos que se han graduado. Oye, mujer, la niña es tuya, no tiene nada mío, ni reconocerá mi voz ni mi rostro como los de un padre. Adminístrale por lo tanto esta poción con tus propias manos.
Ester rechazó la medicina que le presentaban, fijando al mismo tiempo con visible temor las miradas en el rostro del hombre.
—¿Tratarías de vengarte en la inocente criatura? dijo en voz baja.
—¡Loca mujer! respondió el médico con acento entre frío y blando. ¿Qué provecho me vendría a mí de hacer daño a esta pobre y bastarda criatura? La medicina es buena y provechosa; y si fuera mi hija, mi propia hija así como tuya, no podría hacer nada mejor en beneficio suyo.

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