HESTER AT HER NEEDLE
Hester Prynne's term of confinement was now at an end. Her prison-door
was thrown open, and she came forth into the sunshine, which,
falling on all alike, seemed, to her sick and morbid heart, as if
meant for no other purpose than to reveal the scarlet letter on her
breast. Perhaps there was a more real torture in her first
unattended footsteps from the threshold of the prison than even in
the procession and spectacle that have been described, where she was
made the common infamy, at which all mankind was summoned to point
its finger. Then, she was supported by an unnatural tension of the
nerves, and by all the combative energy of her character, which
enabled her to convert the scene into a kind of lurid triumph. It
was, moreover, a separate and insulated event, to occur but once in
her lifetime, and to meet which, therefore, reckless of economy, she
might call up the vital strength that would have sufficed for many
quiet years. The very law that condemned her—a giant of stern
features but with vigour to support, as well as to annihilate, in
his iron arm—had held her up through the terrible ordeal of her
ignominy. But now, with this unattended walk from her prison door,
began the daily custom; and she must either sustain and carry it
forward by the ordinary resources of her nature, or sink beneath it.
She could no longer borrow from the future to help her through the
present grief. Tomorrow would bring its own trial with it; so would
the next day, and so would the next: each its own trial, and yet the
very same that was now so unutterably grievous to be borne. The days
of the far-off future would toil onward, still with the same burden
for her to take up, and bear along with her, but never to fling down;
for the accumulating days and added years would pile up their misery
upon the heap of shame. Throughout them all, giving up her
individuality, she would become the general symbol at which the
preacher and moralist might point, and in which they might vivify
and embody their images of woman's frailty and sinful passion. Thus
the young and pure would be taught to look at her, with the scarlet
letter flaming on her breast—at her, the child of honourable parents—at
her, the mother of a babe that would hereafter be a woman—at her,
who had once been innocent—as the figure, the body, the reality of
sin. And over her grave, the infamy that she must carry thither
would be her only monument.
It may seem marvellous that, with the world before her—kept by no
restrictive clause of her condemnation within the limits of the
Puritan settlement, so remote and so obscure—free to return to her
birth-place, or to any other European land, and there hide her
character and identity under a new exterior, as completely as if
emerging into another state of being—and having also the passes of
the dark, inscrutable forest open to her, where the wildness of her
nature might assimilate itself with a people whose customs and life
were alien from the law that had condemned her—it may seem
marvellous that this woman should still call that place her home,
where, and where only, she must needs be the type of shame. But
there is a fatality, a feeling so irresistible and inevitable that
it has the force of doom, which almost invariably compels human
beings to linger around and haunt, ghost-like, the spot where some
great and marked event has given the colour to their lifetime; and,
still the more irresistibly, the darker the tinge that saddens it.
Her sin, her ignominy, were the roots which she had struck into the
soil. It was as if a new birth, with stronger assimilations than the
first, had converted the forest-land, still so uncongenial to every
other pilgrim and wanderer, into Hester Prynne's wild and dreary,
but life-long home. All other scenes of earth—even that village of
rural England, where happy infancy and stainless maidenhood seemed
yet to be in her mother's keeping, like garments put off long ago—were
foreign to her, in comparison. The chain that bound her here was of
iron links, and galling to her inmost soul, but could never be
broken.
It might be, too—doubtless it was so, although she hid the secret
from herself, and grew pale whenever it struggled out of her heart,
like a serpent from its hole—it might be that another feeling kept
her within the scene and pathway that had been so fatal. There dwelt,
there trode, the feet of one with whom she deemed herself connected
in a union that, unrecognised on earth, would bring them together
before the bar of final judgment, and make that their marriage-altar,
for a joint futurity of endless retribution. Over and over again,
the tempter of souls had thrust this idea upon Hester's
contemplation, and laughed at the passionate and desperate joy with
which she seized, and then strove to cast it from her. She barely
looked the idea in the face, and hastened to bar it in its dungeon.
What she compelled herself to believe—what, finally, she reasoned
upon as her motive for continuing a resident of New England—was half
a truth, and half a self-delusion. Here, she said to herself had
been the scene of her guilt, and here should be the scene of her
earthly punishment; and so, perchance, the torture of her daily
shame would at length purge her soul, and work out another purity
than that which she had lost: more saint-like, because the result of
martyrdom. |
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ESTER AGUJA EN MANO
TERMINADO el período de encarcelamiento a que fue condenada Ester,
se abrieron las puertas de la prisión y salió a la luz del sol que,
brillando lo mismo para todos, le parecía sin embargo a su mórbida
imaginación que había sido creado con el único objeto de revelar la
letra escarlata que llevaba en el seno de su vestido. Quizá padeció
moralmente más cuando, habiendo cruzado los umbrales de la cárcel,
empezó a moverse libre y sola, que no en medio de la muchedumbre y
espectáculo que quedan descritos, donde se hizo pública su vergüenza
y donde todos la señalaron con el dedo. En aquel entonces se
encontraba sostenida por una tensión sobrenatural de los nervios y
toda la energía batalladora de su carácter, que la ayudaban a
convertir aquella escena en una especie de lóbrego triunfo. Fue,
además, un acontecimiento aislado y singular que solo ocurriría una
vez durante su vida; y para arrostrarlo tuvo que gastar toda la
fuerza vital que habría bastado para muchos años de tranquilidad y
calma. La misma ley que la condenaba, la había sostenido durante la
terrible prueba de su ignominia. Pero ahora, fuera ya de la prisión,
sola y sin compañía en el sendero de la vida, empezaba para ella una
nueva existencia, y tenía que sostenerse y proseguir adelante con
los recursos que le proporcionara su propia naturaleza, o de lo
contrario, sucumbir. No podía contar con lo porvenir para
sobrellevar su dolor presente. El día de mañana aportaría su ración
de pesadumbre, y lo mismo el siguiente y los sucesivos: cada uno
traería su propio pesar que, en esencia, era sin embargo el mismo
que ahora le parecía tan inmensamente doloroso. Los años por venir
se sucederían unos a otros, y ella tendría que continuar
sobrellevando la misma carga, sin poder jamás arrojarla; pues la
sucesión de días y de años no haría más que acumular miseria sobre
ignominia. Durante todo ese tiempo, despojándose Ester de su propia
individualidad, se convertiría en el ejemplo vivo de que podrían
servirse el moralista y el predicador para encarecer sus imágenes de
fragilidad femenina y de pasión pecaminosa. Le diría a la joven y a
la pura, que contemplasen la letra escarlata que brillaba en su
seno,—que se fijasen en esa mujer, la hija de padres honrados,—la
madre de una criaturita que más adelante sería también una
mujer,—que recordasen que en un tiempo había sido inocente—y que
vieran ahora en ella la imagen, la encarnación, la realidad del
pecado; y sobre su tumba, la infamia que la había acompañado en
vida, sería también su único monumento.
Parecerá sorprendente, que con el mundo abierto ante ella, sin
ninguna restricción en su sentencia que la impidiera dejar aquella
obscura y remota colonia puritana y volver al lugar de su
nacimiento, o a cualquiera otro país europeo, y ocultar allí su
persona y su identidad, bajo un nuevo exterior, como si empezara por
completo otra existencia,—y teniendo también a su alcance los
bosques sombríos y casi impenetrables, donde lo impetuoso de su ser
espiritual podría asimilarse al pueblo cuyas costumbres y vida nada
tenían de común con la ley que la había condenado;—parecerá
sorprendente, repito, que esta mujer pudiera aún dar el nombre de
hogar a aquel sitio donde había ella de ser el tipo de la ignominia.
Pero hay una especie de fatalidad, un sentimiento tan irresistible é
inevitable, que tiene toda la fuerza del destino, que casi obliga
invariablemente a los hombres a permanecer y vagar, a manera de
espectros, en el lugar mismo en que un acontecimiento grande y
notable ha influido en el curso de su vida, y que es tanto más
irresistible cuanto más sombría ha sido su influencia. Su pecado, su
ignominia, eran las raíces que la retenían en aquel suelo, que había
llegado a convertirse en el hogar permanente y final de Ester. Todos
los otros sitios del mundo, aun aquella aldea de Inglaterra donde
corrieron su infancia feliz y su juventud inmaculada, se habían
convertido en cosas extrañas. Los lazos que la ataban a este nuevo
suelo estaban formados de eslabones de hierro que penetraban en lo
más íntimo de su alma, sin que jamás llegaran a romperse.
Pudiera ser también,—y sin duda lo era aunque se lo ocultaba a sí
propia, y palidecía cuando luchaba por salir de su corazón como una
serpiente de su agujero,—pudiera ser también que otro sentimiento la
hiciera permanecer en el lugar que tan funesto le había sido. Allí
moraba, allí pasaba su existencia alguien a quien ella se
consideraba unida con lazos que, si bien no reconocidos en la
tierra, los llevarían juntos ante el tribunal del juicio final,
donde quedarían enlazados para un futuro común de retribución
inextinguible. El tentador del género humano había presentado
repetidas veces esta idea a la mente de Ester, y se reía del gozo
apasionado, al mismo tiempo que lleno de desesperación, con que ella
al principio la acogía, y después se esforzaba en rechazarla. Apenas
acariciaba semejante idea, cuando ya quería destruirla. Lo que al
fin quiso creer, lo que ella misma consideró la razón suprema para
continuar viviendo en aquel sitio, era en parte verdad y en parte
una ilusión con que trataba de engañarse. Aquí, se decía para sus
adentros, cometí mi falta, y aquí debe efectuarse mi castigo
terrenal; y quizás de este modo las torturas de su diaria ignominia
purificarán al fin su alma, dotándola de una nueva pureza en cambio
de la que había perdido, más sagrada puesto que sería el resultado
del martirio. |