THE RECOGNITION Then touching
the shoulder of a townsman who stood near to him, he addressed him
in a formal and courteous manner:
"I pray you, good Sir," said he, "who is this woman?—and wherefore
is she here set up to public shame?"
"You must needs be a stranger in this region, friend," answered the
townsman, looking curiously at the questioner and his savage
companion, "else you would surely have heard of Mistress Hester
Prynne and her evil doings. She hath raised a great scandal, I
promise you, in godly Master Dimmesdale's church."
"You say truly," replied the other; "I am a stranger, and have been
a wanderer, sorely against my will. I have met with grievous mishaps
by sea and land, and have been long held in bonds among the heathen-folk
to the southward; and am now brought hither by this Indian to be
redeemed out of my captivity. Will it please you, therefore, to tell
me of Hester Prynne's—have I her name rightly?—of this woman's
offences, and what has brought her to yonder scaffold?"
"Truly, friend; and methinks it must gladden your heart, after your
troubles and sojourn in the wilderness," said the townsman, "to find
yourself at length in a land where iniquity is searched out and
punished in the sight of rulers and people, as here in our godly New
England. Yonder woman, Sir, you must know, was the wife of a certain
learned man, English by birth, but who had long ago dwelt in
Amsterdam, whence some good time agone he was minded to cross over
and cast in his lot with us of the Massachusetts. To this purpose he
sent his wife before him, remaining himself to look after some
necessary affairs. Marry, good Sir, in some two years, or less, that
the woman has been a dweller here in Boston, no tidings have come of
this learned gentleman, Master Prynne; and his young wife, look you,
being left to her own misguidance—"
"Ah!—aha!—I conceive you," said the stranger with a bitter smile.
"So learned a man as you speak of should have learned this too in
his books. And who, by your favour, Sir, may be the father of yonder
babe—it is some three or four months old, I should judge—which
Mistress Prynne is holding in her arms?"
"Of a truth, friend, that matter remaineth a riddle; and the Daniel
who shall expound it is yet a-wanting," answered the townsman.
"Madame Hester absolutely refuseth to speak, and the magistrates
have laid their heads together in vain. Peradventure the guilty one
stands looking on at this sad spectacle, unknown of man, and
forgetting that God sees him."
"The learned man," observed the stranger with another smile, "should
come himself to look into the mystery."
"It behoves him well if he be still in life," responded the townsman.
"Now, good Sir, our Massachusetts magistracy, bethinking themselves
that this woman is youthful and fair, and doubtless was strongly
tempted to her fall, and that, moreover, as is most likely, her
husband may be at the bottom of the sea, they have not been bold to
put in force the extremity of our righteous law against her. The
penalty thereof is death. But in their great mercy and tenderness of
heart they have doomed Mistress Prynne to stand only a space of
three hours on the platform of the pillory, and then and thereafter,
for the remainder of her natural life to wear a mark of shame upon
her bosom."
"A wise sentence," remarked the stranger, gravely, bowing his head.
"Thus she will be a living sermon against sin, until the ignominious
letter be engraved upon her tombstone. It irks me, nevertheless,
that the partner of her iniquity should not at least, stand on the
scaffold by her side. But he will be known—he will be known!—he will
be known!"
He bowed courteously to the communicative townsman, and whispering a
few words to his Indian attendant, they both made their way through
the crowd.
While this passed, Hester Prynne had been standing on her pedestal,
still with a fixed gaze towards the stranger—so fixed a gaze that,
at moments of intense absorption, all other objects in the visible
world seemed to vanish, leaving only him and her. Such an interview,
perhaps, would have been more terrible than even to meet him as she
now did, with the hot mid-day sun burning down upon her face, and
lighting up its shame; with the scarlet token of infamy on her
breast; with the sin-born infant in her arms; with a whole people,
drawn forth as to a festival, staring at the features that should
have been seen only in the quiet gleam of the fireside, in the happy
shadow of a home, or beneath a matronly veil at church. Dreadful as
it was, she was conscious of a shelter in the presence of these
thousand witnesses. It was better to stand thus, with so many
betwixt him and her, than to greet him face to face—they two alone.
She fled for refuge, as it were, to the public exposure, and dreaded
the moment when its protection should be withdrawn from her.
Involved in these thoughts, she scarcely heard a voice behind her
until it had repeated her name more than once, in a loud and solemn
tone, audible to the whole multitude.
"Hearken unto me, Hester Prynne!" said the voice.
|
|
|
|
EL RECONOCIMIENTO
Entonces, tocando en el hombro a una de las personas que estaban a
su lado, le dirigió la palabra con la mayor cortesía, diciéndole:
—Le ruego a Vd., buen señor, se sirva decirme ¿quién es esa mujer, y
por qué la exponen de tal modo a la vergüenza pública?
—Vd. tiene que ser un extranjero recién llegado, amigo,—le respondió
el hombre, dirigiendo al mismo tiempo una mirada curiosa al que hizo
la pregunta y a su salvaje compañero,—de lo contrario habría Vd.
oído hablar de la Señora Ester Prynne y de sus fechorías. Ha sido
motivo de un gran escándalo en la iglesia del santo varón Dimmesdale.
—De veras, replicó el otro. Yo soy aquí forastero; y muy contra mi
voluntad he estado recorriendo el mundo, habiendo padecido
contratiempos de todo género por mar y tierra. He permanecido en
cautiverio entre los salvajes mucho tiempo, y vengo ahora en
compañía de este indio para redimirme. Por lo tanto ¿quiere Vd.
tener la bondad de referirme los delitos de Ester Prynne (creo que
así se llama), y decirme qué es lo que la ha conducido a ese
tablado?
—Con mucho gusto, amigo mío, y me parece que se alegrará Vd. en
extremo, después de todo lo que ha padecido Vd. entre los salvajes,
dijo el narrador, de encontrarse en fin en una tierra donde la
iniquidad se persigue y se castiga en presencia de los gobernantes y
del pueblo, como se practica aquí, en nuestra buena Nueva
Inglaterra. Debe Vd. saber, señor, que esa mujer fué la esposa de un
cierto sabio, inglés de nacimiento, pero que había habitado mucho
tiempo en Amsterdam, de donde hace años pensó venir a fijar su
suerte entre nosotros aquí en Massachusetts. Con este objeto envió
primeramente a su esposa, quedándose él en Europa mientras arreglaba
ciertos asuntos. Pero en los dos años o más que la mujer ha residido
en esta ciudad de Boston, ninguna noticia se ha recibido del sabio
caballero Señor Prynne; y su joven esposa, habiendo quedado
entregada a su propia extraviada dirección....
—¡Ah! ¡ah! comprendo, le interrumpió el extraño con una amarga
sonrisa. Un hombre tan sabio como ese de quien Vd. habla, debería de
haber aprendido también eso en sus libros. Y ¿quién se dice, mi
excelente señor, que es el padre de la criaturita, que parece contar
tres o cuatro meses de nacida, y que la Sra. Prynne tiene en los
brazos?
—En realidad amigo mío, ese asunto continúa siendo un enigma, y está
por encontrarse quien lo descifre, respondió el interlocutor. Madama
Ester rehusa hablar en absoluto, y los magistrados se han roto la
cabeza en vano. Nada de extraño tendría que el culpable estuviera
presente contemplando este triste espectáculo, desconocido a los
hombres, pero olvidando que Dios le está viendo.
—El sabio marido, dijo el extranjero con otra sonrisa, debería venir
a descifrar este enigma.
—Bien le estaría hacerlo, si aun vive, respondió el vecino. Sepa
Vd., buen amigo, que los magistrados de nuestro Massachusetts,
teniendo en cuenta que esta mujer es joven y bella, y que la
tentación que la hizo caer fué sin duda demasiado poderosa, y
pensando, además, que su marido yace en el fondo del mar,—no han
tenido el valor de hacerla sentir todo el rigor de nuestras justas
leyes. El castigo de esa ofensa es la pena de muerte. Pero movidos a
piedad y llenos de misericordia, han condenado a Madama Ester a
permanecer de pie en el tablado de la picota solamente tres horas, y
después, y durante todo el tiempo de su vida natural, a llevar una
señal de ignominia en el cuerpo de su vestido.
—Una sentencia muy sabia,—observó el extranjero inclinando
gravemente la cabeza. De este modo será una especie de sermón
viviente contra el pecado, hasta que la letra ignominiosa se grabe
en la losa de su sepulcro. Me duele, sin embargo, que el compañero
de su iniquidad no estuviera, por lo menos, a su lado sobre ese
cadalso. Pero ¡ya se sabrá quién es! ¡ya se sabrá quién es!
Saludó cortésmente al comunicativo vecino, y diciendo en voz baja
algunas cuantas palabras a su compañero el indio, se abrieron ambos
paso por en medio de la multitud.
Mientras esto pasaba, Ester había permanecido en su pedestal, con la
mirada fija en el extranjero; tan fija era la mirada, que parecía
que todos los otros objetos del mundo visible habían desaparecido,
quedando tan solos él y ella. Esa entrevista solitaria quizás habría
sido más terrible aun que verle, como sucedía ahora, con el ardiente
sol del mediodía abrasándole a ella el rostro é iluminando su
vergüenza; con la letra escarlata, como emblema de ignominia, en el
pecho; con la niña, nacida en el pecado, en los brazos; con el
pueblo entero, congregado allí como para una fiesta, fijando las
miradas implacables en un rostro, que debía haberse contemplado solo
al suave resplandor de la lumbre doméstica, a la sombra de un hogar
feliz, o bajo el velo de novia en la iglesia. Pero por terrible que
fuera su situación, sabía, con todo, que la presencia misma de
aquellos millares de testigos era para ella una especie de amparo y
abrigo. Preferible era estar así, con tantos y tantos seres mediando
entre él y ella, que no verse faz a faz y a solas. Puede decirse que
buscó un refugio en su misma exposición a la vergüenza pública, y
que temía el momento en que esa protección le faltara. Embargada por
tales ideas, apenas oyó una voz que resonaba detrás de ella y que
repitió su nombre varias veces con acento tan vigoroso y solemne,
que fué oído por toda la multitud.
—¡Óyeme, Ester Prynne! dijo la voz. |