THE MARKET-PLACE Be that as it might,
the scaffold of the pillory was a point of view that revealed to
Hester Prynne the entire track along which she had been treading,
since her happy infancy. Standing on that miserable eminence, she
saw again her native village, in Old England, and her paternal home:
a decayed house of grey stone, with a poverty-stricken aspect, but
retaining a half obliterated shield of arms over the portal, in
token of antique gentility. She saw her father's face, with its bold
brow, and reverend white beard that flowed over the old-fashioned
Elizabethan ruff; her mother's, too, with the look of heedful and
anxious love which it always wore in her remembrance, and which,
even since her death, had so often laid the impediment of a gentle
remonstrance in her daughter's pathway.
She saw her own face, glowing with girlish beauty, and
illuminating all the interior of the dusky mirror in which she had
been wont to gaze at it. There she beheld another countenance, of a
man well stricken in years, a pale, thin, scholar-like visage, with
eyes dim and bleared by the lamp-light that had served them to pore
over many ponderous books. Yet those same bleared optics had a
strange, penetrating power, when it was their owner's purpose to
read the human soul. This figure of the study and the cloister, as
Hester Prynne's womanly fancy failed not to recall, was slightly
deformed, with the left shoulder a trifle higher than the right.
Next rose before her in memory's picture-gallery, the intricate and
narrow thoroughfares, the tall, grey houses, the huge cathedrals,
and the public edifices, ancient in date and quaint in architecture,
of a continental city; where new life had awaited her, still in
connexion with the misshapen scholar: a new life, but feeding itself
on time-worn materials, like a tuft of green moss on a crumbling
wall. Lastly, in lieu of these shifting scenes, came back the rude
market-place of the Puritan, settlement, with all the townspeople
assembled, and levelling their stern regards at Hester Prynne—yes,
at herself—who stood on the scaffold of the pillory, an infant on
her arm, and the letter A, in scarlet, fantastically embroidered
with gold thread, upon her bosom.
Could it be true? She clutched the child so fiercely to her breast
that it sent forth a cry; she turned her eyes downward at the
scarlet letter, and even touched it with her finger, to assure
herself that the infant and the shame were real. Yes these were her
realities—all else had vanished! |
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LA PLAZA DEL
MERCADO
Pero sea de ello lo que fuere, el tablado de la picota era una
especie de mirador que revelaba a Ester todo el camino que había
recorrido desde los tiempos de su feliz infancia. De pie en aquella
triste altura, vió de nuevo su aldea nativa en la vieja Inglaterra y
su hogar paterno: una casa semi-derruida de piedra obscura, de un
aspecto que revelaba pobreza, pero que conservaba aún sobre el
portal, en señal de antigua hidalguía, un escudo de armas medio
borrado. Vio el rostro de su padre, de frente espaciosa y calva y
venerable barba blanca que caía sobre la antigua valona del tiempo
de la reina Isabel de Inglaterra. Vio también a su madre, con
aquella mirada de amor llena de ansiedad y de cuidado, siempre
presente en su recuerdo y que, aún después de su muerte, con
frecuencia y a manera de suave reproche, había sido una especie de
preventivo en la senda de su hija.
Vio su propio rostro, en el esplendor de su belleza juvenil é
iluminando el opaco espejo en que acostumbraba mirarse. Allí
contempló otro rostro, el de un hombre ya entrado en años, pálido,
delgado, con fisonomía de quien se ha dedicado al estudio, ojos
turbios y fatigados por la lámpara a cuya luz leyó tanto ponderoso
volumen y meditó sobre ellos. Sin embargo, esos mismos fatigados
ojos tenían un poder extraño y penetrante cuando el que los poseía
deseaba leer en las conciencias humanas. Esa figura era un tanto
deformada, con un hombro ligeramente más alto que el otro. Después
vió surgir en la galería de cuadros que le iba presentando su
memoria, las intrincadas y estrechas calles, las altas y parduscas
casas, las enormes catedrales y los edificios públicos de antigua
fecha y extraña arquitectura de una ciudad europea, donde le
esperaba una nueva vida, siempre relacionándose con el sabio y mal
formado erudito. Finalmente, en lugar de estas escenas y de esta
especie de variable panorama, se le presentó la ruda plaza del
mercado de una colonia puritana con todas las gentes de la población
reunidas allí y dirigiendo las severas miradas a Ester Prynne,—sí, a
ella misma,—que estaba en el tablado de la picota, con una tierna
niña en los brazos, y la letra A, de color escarlata,
fantásticamente bordada con hilo de oro, sobre su seno.
¿Sería aquello verdad? Estrechó a la criaturita con tal fuerza
contra el seno, que la hizo dar un grito: bajó entonces los ojos, y
fijó las miradas en la letra escarlata, y aún la palpó con los dedos
para tener la seguridad de que tanto la niñita como la vergüenza a
que estaba expuesta eran reales. Sí: eran realidades—¡todo lo demás
se había desvanecido!. |