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CAPÍTULO II continuación - Pag 7

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THE MARKET-PLACE

Be that as it might, the scaffold of the pillory was a point of view that revealed to Hester Prynne the entire track along which she had been treading, since her happy infancy. Standing on that miserable eminence, she saw again her native village, in Old England, and her paternal home: a decayed house of grey stone, with a poverty-stricken aspect, but retaining a half obliterated shield of arms over the portal, in token of antique gentility. She saw her father's face, with its bold brow, and reverend white beard that flowed over the old-fashioned Elizabethan ruff; her mother's, too, with the look of heedful and anxious love which it always wore in her remembrance, and which, even since her death, had so often laid the impediment of a gentle remonstrance in her daughter's pathway.

She saw her own face, glowing with girlish beauty, and illuminating all the interior of the dusky mirror in which she had been wont to gaze at it. There she beheld another countenance, of a man well stricken in years, a pale, thin, scholar-like visage, with eyes dim and bleared by the lamp-light that had served them to pore over many ponderous books. Yet those same bleared optics had a strange, penetrating power, when it was their owner's purpose to read the human soul. This figure of the study and the cloister, as Hester Prynne's womanly fancy failed not to recall, was slightly deformed, with the left shoulder a trifle higher than the right. Next rose before her in memory's picture-gallery, the intricate and narrow thoroughfares, the tall, grey houses, the huge cathedrals, and the public edifices, ancient in date and quaint in architecture, of a continental city; where new life had awaited her, still in connexion with the misshapen scholar: a new life, but feeding itself on time-worn materials, like a tuft of green moss on a crumbling wall. Lastly, in lieu of these shifting scenes, came back the rude market-place of the Puritan, settlement, with all the townspeople assembled, and levelling their stern regards at Hester Prynne—yes, at herself—who stood on the scaffold of the pillory, an infant on her arm, and the letter A, in scarlet, fantastically embroidered with gold thread, upon her bosom.
Could it be true? She clutched the child so fiercely to her breast that it sent forth a cry; she turned her eyes downward at the scarlet letter, and even touched it with her finger, to assure herself that the infant and the shame were real. Yes these were her realities—all else had vanished!

     

LA PLAZA DEL MERCADO

Pero sea de ello lo que fuere, el tablado de la picota era una especie de mirador que revelaba a Ester todo el camino que había recorrido desde los tiempos de su feliz infancia. De pie en aquella triste altura, vió de nuevo su aldea nativa en la vieja Inglaterra y su hogar paterno: una casa semi-derruida de piedra obscura, de un aspecto que revelaba pobreza, pero que conservaba aún sobre el portal, en señal de antigua hidalguía, un escudo de armas medio borrado. Vio el rostro de su padre, de frente espaciosa y calva y venerable barba blanca que caía sobre la antigua valona del tiempo de la reina Isabel de Inglaterra. Vio también a su madre, con aquella mirada de amor llena de ansiedad y de cuidado, siempre presente en su recuerdo y que, aún después de su muerte, con frecuencia y a manera de suave reproche, había sido una especie de preventivo en la senda de su hija.

Vio su propio rostro, en el esplendor de su belleza juvenil é iluminando el opaco espejo en que acostumbraba mirarse. Allí contempló otro rostro, el de un hombre ya entrado en años, pálido, delgado, con fisonomía de quien se ha dedicado al estudio, ojos turbios y fatigados por la lámpara a cuya luz leyó tanto ponderoso volumen y meditó sobre ellos. Sin embargo, esos mismos fatigados ojos tenían un poder extraño y penetrante cuando el que los poseía deseaba leer en las conciencias humanas. Esa figura era un tanto deformada, con un hombro ligeramente más alto que el otro. Después vió surgir en la galería de cuadros que le iba presentando su memoria, las intrincadas y estrechas calles, las altas y parduscas casas, las enormes catedrales y los edificios públicos de antigua fecha y extraña arquitectura de una ciudad europea, donde le esperaba una nueva vida, siempre relacionándose con el sabio y mal formado erudito. Finalmente, en lugar de estas escenas y de esta especie de variable panorama, se le presentó la ruda plaza del mercado de una colonia puritana con todas las gentes de la población reunidas allí y dirigiendo las severas miradas a Ester Prynne,—sí, a ella misma,—que estaba en el tablado de la picota, con una tierna niña en los brazos, y la letra A, de color escarlata, fantásticamente bordada con hilo de oro, sobre su seno.
¿Sería aquello verdad? Estrechó a la criaturita con tal fuerza contra el seno, que la hizo dar un grito: bajó entonces los ojos, y fijó las miradas en la letra escarlata, y aún la palpó con los dedos para tener la seguridad de que tanto la niñita como la vergüenza a que estaba expuesta eran reales. Sí: eran realidades—¡todo lo demás se había desvanecido!.

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