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CAPÍTULO II continuación - Pag 6

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THE MARKET-PLACE

Had there been a Papist among the crowd of Puritans, he might have seen in this beautiful woman, so picturesque in her attire and mien, and with the infant at her bosom, an object to remind him of the image of Divine Maternity, which so many illustrious painters have vied with one another to represent; something which should remind him, indeed, but only by contrast, of that sacred image of sinless motherhood, whose infant was to redeem the world. Here, there was the taint of deepest sin in the most sacred quality of human life, working such effect, that the world was only the darker for this woman's beauty, and the more lost for the infant that she had borne.
The scene was not without a mixture of awe, such as must always invest the spectacle of guilt and shame in a fellow-creature, before society shall have grown corrupt enough to smile, instead of shuddering at it. The witnesses of Hester Prynne's disgrace had not yet passed beyond their simplicity. They were stern enough to look upon her death, had that been the sentence, without a murmur at its severity, but had none of the heartlessness of another social state, which would find only a theme for jest in an exhibition like the present. Even had there been a disposition to turn the matter into ridicule, it must have been repressed and overpowered by the solemn presence of men no less dignified than the governor, and several of his counsellors, a judge, a general, and the ministers of the town, all of whom sat or stood in a balcony of the meeting-house, looking down upon the platform. When such personages could constitute a part of the spectacle, without risking the majesty, or reverence of rank and office, it was safely to be inferred that the infliction of a legal sentence would have an earnest and effectual meaning. Accordingly, the crowd was sombre and grave. The unhappy culprit sustained herself as best a woman might, under the heavy weight of a thousand unrelenting eyes, all fastened upon her, and concentrated at her bosom. It was almost intolerable to be borne. Of an impulsive and passionate nature, she had fortified herself to encounter the stings and venomous stabs of public contumely, wreaking itself in every variety of insult; but there was a quality so much more terrible in the solemn mood of the popular mind, that she longed rather to behold all those rigid countenances contorted with scornful merriment, and herself the object. Had a roar of laughter burst from the multitude—each man, each woman, each little shrill-voiced child, contributing their individual parts—Hester Prynne might have repaid them all with a bitter and disdainful smile. But, under the leaden infliction which it was her doom to endure, she felt, at moments, as if she must needs shriek out with the full power of her lungs, and cast herself from the scaffold down upon the ground, or else go mad at once.
Yet there were intervals when the whole scene, in which she was the most conspicuous object, seemed to vanish from her eyes, or, at least, glimmered indistinctly before them, like a mass of imperfectly shaped and spectral images. Her mind, and especially her memory, was preternaturally active, and kept bringing up other scenes than this roughly hewn street of a little town, on the edge of the western wilderness: other faces than were lowering upon her from beneath the brims of those steeple-crowned hats. Reminiscences, the most trifling and immaterial, passages of infancy and school-days, sports, childish quarrels, and the little domestic traits of her maiden years, came swarming back upon her, intermingled with recollections of whatever was gravest in her subsequent life; one picture precisely as vivid as another; as if all were of similar importance, or all alike a play. Possibly, it was an instinctive device of her spirit to relieve itself by the exhibition of these phantasmagoric forms, from the cruel weight and hardness of the reality.

     

LA PLAZA DEL MERCADO

La escena aquella no carecía de esa cierta solemnidad pavorosa que producirá siempre el espectáculo de la culpa y la vergüenza en uno de nuestros semejantes, mientras la sociedad no se haya corrompido lo bastante para que le haga reír en vez de estremecerse. Los que presenciaban la deshonra de Ester Prynne no se encontraban en ese caso.

Era gente severa y dura, hasta el extremo de que habrían contemplado su muerte, si tal hubiera sido la sentencia, sin un murmullo ni la menor protesta; pero no habrían podido hallar materia para chistes y jocosidades en una exhibición como esta de que hablamos: y dado caso que hubiese habido alguna disposición a convertir el castigo aquel en asunto de bromas, toda tentativa de este género habría sido reprimida con la solemne presencia de personas de tanta importancia y dignidad como el Gobernador y varios de sus consejeros: un juez, un general, y los ministros de justicia de la población, todos los cuales estaban sentados o se hallaban de pie en un balcón de la iglesia que daba a la plataforma. Cuando personas de tanto viso podían asistir a tal espectáculo, sin arriesgar la majestad o la reverencia debida a su jerarquía y empleo, era fácil de inferirse que la aplicación de una sentencia legal debía de tener un significado tan serio cuanto eficaz; y por lo tanto, la multitud permanecía silenciosa y grave. La infeliz culpable se portaba lo mejor que le era dado a una mujer que sentía fijas en ella, y concentradas en la letra escarlata de su traje, mil miradas implacables. Era un tormento insoportable.

Hallándose Ester dotada de una naturaleza impetuosa y dejándose llevar de su primer impulso, había resuelto arrostrar el desprecio público, por emponzoñados que fueran sus dardos y crueles sus insultos; pero en el solemne silencio de aquella multitud había algo tan terrible, que hubiera preferido ver esos rostros rígidos y severos descompuestos por las burlas y sarcasmos de que ella hubiese sido el objeto; y si en medio de aquella muchedumbre hubiera estallado una carcajada general, en que hombres, mujeres, y hasta los niños tomaran parte, Ester les habría respondido con amarga y desdeñosa sonrisa. Pero abrumada bajo el peso del castigo que estaba condenada a sufrir, por momentos sentía como si tuviera que gritar con toda la fuerza de sus pulmones y arrojarse desde el tablado al suelo, o de lo contrario volverse loca.
Había sin embargo intervalos en que toda la escena en que ella desempeñaba el papel más importante, parecía desvanecerse ante sus ojos, o a lo menos, brillaba de una manera indistinta y vaga, como si los espectadores fueran una masa de imágenes imperfectamente bosquejadas o de apariencia espectral. Su espíritu, y especialmente su memoria, tenían una actividad casi sobrenatural, y la llevaban a la contemplación de algo muy distinto de lo que la rodeaba en aquellos momentos, lejos de esa pequeña ciudad, en otro país donde veía otros rostros muy diferentes de los que allí fijaban en ella sus implacables miradas. Reminiscencias de la más insignificante naturaleza, de sus juegos infantiles, de sus días escolares, de sus riñas pueriles, del hogar doméstico, se agolpaban a su memoria mezcladas con los recuerdos de lo que era más grave y serio en los años subsecuentes, un cuadro siendo precisamente tan vivo y animado como el otro, como si todos fueran de igual importancia, o todos un simple juego. Tal vez era aquello un recurso que instintivamente encontró su espíritu para librarse, por medio de la contemplación de estas visiones de su fantasía, de la abrumadora pesadumbre de la realidad presente.

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