THE MARKET-PLACE Had there been a
Papist among the crowd of Puritans, he might have seen in this
beautiful woman, so picturesque in her attire and mien, and with the
infant at her bosom, an object to remind him of the image of Divine
Maternity, which so many illustrious painters have vied with one
another to represent; something which should remind him, indeed, but
only by contrast, of that sacred image of sinless motherhood, whose
infant was to redeem the world. Here, there was the taint of deepest
sin in the most sacred quality of human life, working such effect,
that the world was only the darker for this woman's beauty, and the
more lost for the infant that she had borne.
The scene was not without a mixture of awe, such as must always
invest the spectacle of guilt and shame in a fellow-creature, before
society shall have grown corrupt enough to smile, instead of
shuddering at it. The witnesses of Hester Prynne's disgrace had not
yet passed beyond their simplicity. They were stern enough to look
upon her death, had that been the sentence, without a murmur at its
severity, but had none of the heartlessness of another social state,
which would find only a theme for jest in an exhibition like the
present. Even had there been a disposition to turn the matter into
ridicule, it must have been repressed and overpowered by the solemn
presence of men no less dignified than the governor, and several of
his counsellors, a judge, a general, and the ministers of the town,
all of whom sat or stood in a balcony of the meeting-house, looking
down upon the platform. When such personages could constitute a part
of the spectacle, without risking the majesty, or reverence of rank
and office, it was safely to be inferred that the infliction of a
legal sentence would have an earnest and effectual meaning.
Accordingly, the crowd was sombre and grave. The unhappy culprit
sustained herself as best a woman might, under the heavy weight of a
thousand unrelenting eyes, all fastened upon her, and concentrated
at her bosom. It was almost intolerable to be borne. Of an impulsive
and passionate nature, she had fortified herself to encounter the
stings and venomous stabs of public contumely, wreaking itself in
every variety of insult; but there was a quality so much more
terrible in the solemn mood of the popular mind, that she longed
rather to behold all those rigid countenances contorted with
scornful merriment, and herself the object. Had a roar of laughter
burst from the multitude—each man, each woman, each little shrill-voiced
child, contributing their individual parts—Hester Prynne might have
repaid them all with a bitter and disdainful smile. But, under the
leaden infliction which it was her doom to endure, she felt, at
moments, as if she must needs shriek out with the full power of her
lungs, and cast herself from the scaffold down upon the ground, or
else go mad at once.
Yet there were intervals when the whole scene, in which she was the
most conspicuous object, seemed to vanish from her eyes, or, at
least, glimmered indistinctly before them, like a mass of
imperfectly shaped and spectral images. Her mind, and especially her
memory, was preternaturally active, and kept bringing up other
scenes than this roughly hewn street of a little town, on the edge
of the western wilderness: other faces than were lowering upon her
from beneath the brims of those steeple-crowned hats. Reminiscences,
the most trifling and immaterial, passages of infancy and school-days,
sports, childish quarrels, and the little domestic traits of her
maiden years, came swarming back upon her, intermingled with
recollections of whatever was gravest in her subsequent life; one
picture precisely as vivid as another; as if all were of similar
importance, or all alike a play. Possibly, it was an instinctive
device of her spirit to relieve itself by the exhibition of these
phantasmagoric forms, from the cruel weight and hardness of the
reality. |
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LA PLAZA DEL
MERCADO
La escena aquella no carecía de esa cierta solemnidad pavorosa
que producirá siempre el espectáculo de la culpa y la vergüenza en
uno de nuestros semejantes, mientras la sociedad no se haya
corrompido lo bastante para que le haga reír en vez de estremecerse.
Los que presenciaban la deshonra de Ester Prynne no se encontraban
en ese caso.
Era gente severa y dura, hasta el extremo de que habrían
contemplado su muerte, si tal hubiera sido la sentencia, sin un
murmullo ni la menor protesta; pero no habrían podido hallar materia
para chistes y jocosidades en una exhibición como esta de que
hablamos: y dado caso que hubiese habido alguna disposición a
convertir el castigo aquel en asunto de bromas, toda tentativa de
este género habría sido reprimida con la solemne presencia de
personas de tanta importancia y dignidad como el Gobernador y varios
de sus consejeros: un juez, un general, y los ministros de justicia
de la población, todos los cuales estaban sentados o se hallaban de
pie en un balcón de la iglesia que daba a la plataforma. Cuando
personas de tanto viso podían asistir a tal espectáculo, sin
arriesgar la majestad o la reverencia debida a su jerarquía y
empleo, era fácil de inferirse que la aplicación de una sentencia
legal debía de tener un significado tan serio cuanto eficaz; y por
lo tanto, la multitud permanecía silenciosa y grave. La infeliz
culpable se portaba lo mejor que le era dado a una mujer que sentía
fijas en ella, y concentradas en la letra escarlata de su traje, mil
miradas implacables. Era un tormento insoportable.
Hallándose Ester dotada de una naturaleza impetuosa y dejándose
llevar de su primer impulso, había resuelto arrostrar el desprecio
público, por emponzoñados que fueran sus dardos y crueles sus
insultos; pero en el solemne silencio de aquella multitud había algo
tan terrible, que hubiera preferido ver esos rostros rígidos y
severos descompuestos por las burlas y sarcasmos de que ella hubiese
sido el objeto; y si en medio de aquella muchedumbre hubiera
estallado una carcajada general, en que hombres, mujeres, y hasta
los niños tomaran parte, Ester les habría respondido con amarga y
desdeñosa sonrisa. Pero abrumada bajo el peso del castigo que estaba
condenada a sufrir, por momentos sentía como si tuviera que gritar
con toda la fuerza de sus pulmones y arrojarse desde el tablado al
suelo, o de lo contrario volverse loca.
Había sin embargo intervalos en que toda la escena en que ella
desempeñaba el papel más importante, parecía desvanecerse ante sus
ojos, o a lo menos, brillaba de una manera indistinta y vaga, como
si los espectadores fueran una masa de imágenes imperfectamente
bosquejadas o de apariencia espectral. Su espíritu, y especialmente
su memoria, tenían una actividad casi sobrenatural, y la llevaban a
la contemplación de algo muy distinto de lo que la rodeaba en
aquellos momentos, lejos de esa pequeña ciudad, en otro país donde
veía otros rostros muy diferentes de los que allí fijaban en ella
sus implacables miradas. Reminiscencias de la más insignificante
naturaleza, de sus juegos infantiles, de sus días escolares, de sus
riñas pueriles, del hogar doméstico, se agolpaban a su memoria
mezcladas con los recuerdos de lo que era más grave y serio en los
años subsecuentes, un cuadro siendo precisamente tan vivo y animado
como el otro, como si todos fueran de igual importancia, o todos un
simple juego. Tal vez era aquello un recurso que instintivamente
encontró su espíritu para librarse, por medio de la contemplación de
estas visiones de su fantasía, de la abrumadora pesadumbre de la
realidad presente. |