THE MARKET-PLACE A lane was forthwith opened
through the crowd of spectators. Preceded by the beadle, and
attended by an irregular procession of stern-browed men and unkindly
visaged women, Hester Prynne set forth towards the place appointed
for her punishment. A crowd of eager and curious schoolboys,
understanding little of the matter in hand, except that it gave them
a half-holiday, ran before her progress, turning their heads
continually to stare into her face and at the winking baby in her
arms, and at the ignominious letter on her breast. It was no great
distance, in those days, from the prison door to the market-place.
Measured by the prisoner's experience, however, it might be reckoned
a journey of some length; for haughty as her demeanour was, she
perchance underwent an agony from every footstep of those that
thronged to see her, as if her heart had been flung into the street
for them all to spurn and trample upon. In our nature, however,
there is a provision, alike marvellous and merciful, that the
sufferer should never know the intensity of what he endures by its
present torture, but chiefly by the pang that rankles after it. With
almost a serene deportment, therefore, Hester Prynne passed through
this portion of her ordeal, and came to a sort of scaffold, at the
western extremity of the market-place. It stood nearly beneath the
eaves of Boston's earliest church, and appeared to be a fixture
there.
In fact, this scaffold constituted a portion of a penal machine,
which now, for two or three generations past, has been merely
historical and traditionary among us, but was held, in the old time,
to be as effectual an agent, in the promotion of good citizenship,
as ever was the guillotine among the terrorists of France. It was,
in short, the platform of the pillory; and above it rose the
framework of that instrument of discipline, so fashioned as to
confine the human head in its tight grasp, and thus hold it up to
the public gaze. The very ideal of ignominy was embodied and made
manifest in this contrivance of wood and iron. There can be no
outrage, methinks, against our common nature—whatever be the
delinquencies of the individual—no outrage more flagrant than to
forbid the culprit to hide his face for shame; as it was the essence
of this punishment to do. In Hester Prynne's instance, however, as
not unfrequently in other cases, her sentence bore that she should
stand a certain time upon the platform, but without undergoing that
gripe about the neck and confinement of the head, the proneness to
which was the most devilish characteristic of this ugly engine.
Knowing well her part, she ascended a flight of wooden steps, and
was thus displayed to the surrounding multitude, at about the height
of a man's shoulders above the street. |
|
|
|
LA PLAZA DEL
MERCADO
Inmediatamente quedó un espacio franco al través de la turba
de espectadores. Precedida del alguacil, y acompañada de una
comitiva de hombres de duro semblante y de mujeres de rostro nada
compasivo, Ester Prynne se adelantó al sitio fijado para su castigo.
Una multitud de chicos de escuela, atraídos por la curiosidad y que
no comprendían de lo que se trataba, excepto que les proporcionaba
medio día de asueto, la precedía a todo correr, volviendo de cuando
en cuando la cabeza ya para fijar las miradas en ella, ya en la
tierna criaturita, ora en la letra ignominiosa que brillaba en el
seno de la madre. En aquellos tiempos la distancia que había de la
puerta de la cárcel a la plaza del mercado no era grande; sin
embargo, midiéndola por lo que experimentaba Ester, debió de
parecerle muy larga, porque a pesar de la altivez de su porte, cada
paso que daba en medio de aquella muchedumbre hostil era para ella
un dolor indecible. Se diría que su corazón había sido arrojado a la
calle para que la gente lo escarneciera y lo pisoteara. Pero hay en
nuestra naturaleza algo, que participa de lo maravilloso y de lo
compasivo, que nos impide conocer toda la intensidad de lo que
padecemos, merced al efecto mismo de la tortura del momento, aunque
más tarde nos demos cuenta de ello por el dolor que tras sí deja.
Por lo tanto, con continente casi sereno sufrió Ester esta parte de
su castigo, y llegó a un pequeño tablado que se levantaba en la
extremidad occidental de la plaza del mercado, cerca de la iglesia
más antigua de Boston, como si formara parte de la misma.
En efecto, este cadalso constituía una parte de la maquinaria penal
de aquel tiempo, y si bien desde hace dos o tres generaciones es
simplemente histórico y tradicional entre nosotros, se consideraba
entonces un agente tan eficaz para la conservación de las buenas
costumbres de los ciudadanos, como se consideró más tarde la
guillotina entre los terroristas de la Francia revolucionaria. Era,
en una palabra, el tablado en que estaba la picota: sobre él se
levantaba la armazón de aquel instrumento de disciplina, de tal modo
construido que, sujetando en un agujero la cabeza de una persona, la
exponía a la vista del público. En aquella armazón de hierro y
madera se hallaba encarnado el verdadero ideal de la ignominia;
porque no creo que pueda hacerse mayor ultraje a la naturaleza
humana, cualesquiera que sean las faltas del individuo, como
impedirle que oculte el rostro por un sentimiento de vergüenza,
haciendo de esa imposibilidad la esencia del castigo.
Con respecto a Ester, sin embargo, como acontecía más o menos
frecuentemente, la sentencia ordenaba que estuviera de pie cierto
tiempo en el tablado, sin introducir el cuello en la argolla o cepo
que dejaba expuesta la cabeza a las miradas del público. Sabiendo
bien lo que tenía que hacer, subió los escalones de madera, y
permaneció a la vista de la multitud que rodeaba el tablado o
cadalso. |