The river pageant
At nine in the evening the whole vast river-front of the palace
was blazing with light. The river itself, as far as the eye could
reach citywards, was so thickly covered with watermen’s boats and
with pleasure-barges, all fringed with coloured lanterns, and gently
agitated by the waves, that it resembled a glowing and limitless
garden of flowers stirred to soft motion by summer winds. The grand
terrace of stone steps leading down to the water, spacious enough to
mass the army of a German principality upon, was a picture to see,
with its ranks of royal halberdiers in polished armour, and its
troops of brilliantly costumed servitors flitting up and down, and
to and fro, in the hurry of preparation.
Presently a command was given, and immediately all living creatures
vanished from the steps. Now the air was heavy with the hush of
suspense and expectancy. As far as one’s vision could carry, he
might see the myriads of people in the boats rise up, and shade
their eyes from the glare of lanterns and torches, and gaze toward
the palace.
A file of forty or fifty state barges drew up to the steps. They
were richly gilt, and their lofty prows and sterns were elaborately
carved. Some of them were decorated with banners and streamers; some
with cloth-of-gold and arras embroidered with coats-of-arms; others
with silken flags that had numberless little silver bells fastened
to them, which shook out tiny showers of joyous music whenever the
breezes fluttered them; others of yet higher pretensions, since they
belonged to nobles in the prince’s immediate service, had their
sides picturesquely fenced with shields gorgeously emblazoned with
armorial bearings. Each state barge was towed by a tender. Besides
the rowers, these tenders carried each a number of men-at-arms in
glossy helmet and breastplate, and a company of musicians.
The advance-guard of the expected procession now appeared in the
great gateway, a troop of halberdiers. ’They were dressed in striped
hose of black and tawny, velvet caps graced at the sides with silver
roses, and doublets of murrey and blue cloth, embroidered on the
front and back with the three feathers, the prince’s blazon, woven
in gold. Their halberd staves were covered with crimson velvet,
fastened with gilt nails, and ornamented with gold tassels. Filing
off on the right and left, they formed two long lines, extending
from the gateway of the palace to the water’s edge. A thick rayed
cloth or carpet was then unfolded, and laid down between them by
attendants in the gold-and-crimson liveries of the prince. This
done, a flourish of trumpets resounded from within. A lively prelude
arose from the musicians on the water; and two ushers with white
wands marched with a slow and stately pace from the portal. They
were followed by an officer bearing the civic mace, after whom came
another carrying the city’s sword; then several sergeants of the
city guard, in their full accoutrements, and with badges on their
sleeves; then the Garter King-at-arms, in his tabard; then several
Knights of the Bath, each with a white lace on his sleeve; then
their esquires; then the judges, in their robes of scarlet and coifs;
then the Lord High Chancellor of England, in a robe of scarlet, open
before, and purfled with minever; then a deputation of aldermen, in
their scarlet cloaks; and then the heads of the different civic
companies, in their robes of state. Now came twelve French gentlemen,
in splendid habiliments, consisting of pourpoints of white damask
barred with gold, short mantles of crimson velvet lined with violet
taffeta, and carnation coloured hauts-de-chausses, and took their
way down the steps. They were of the suite of the French ambassador,
and were followed by twelve cavaliers of the suite of the Spanish
ambassador, clothed in black velvet, unrelieved by any ornament.
Following these came several great English nobles with their
attendants.’
There was a flourish of trumpets within; and the Prince’s uncle,
the future great Duke of Somerset, emerged from the gateway, arrayed
in a ‘doublet of black cloth-of-gold, and a cloak of crimson satin
flowered with gold, and ribanded with nets of silver.’ He turned,
doffed his plumed cap, bent his body in a low reverence, and began
to step backward, bowing at each step. A prolonged trumpet-blast
followed, and a proclamation, “Way for the high and mighty the Lord
Edward, Prince of Wales!” High aloft on the palace walls a long line
of red tongues of flame leapt forth with a thunder-crash; the massed
world on the river burst into a mighty roar of welcome; and Tom
Canty, the cause and hero of it all, stepped into view and slightly
bowed his princely head.
He was ‘magnificently habited in a doublet of white satin, with a
front-piece of purple cloth-of-tissue, powdered with diamonds, and
edged with ermine. Over this he wore a mantle of white cloth-of-gold,
pounced with the triple-feathered crest, lined with blue satin, set
with pearls and precious stones, and fastened with a clasp of
brilliants. About his neck hung the order of the Garter, and several
princely foreign orders;’ and wherever light fell upon him jewels
responded with a blinding flash. O Tom Canty, born in a hovel, bred
in the gutters of London, familiar with rags and dirt and misery,
what a spectacle is this! |
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El espectáculo del río
A las nueve de la noche toda la extensa ribera frente al
palacio fulguraba de luces. El río mismo, hasta donde alcanzaba la
vista en dirección a la ciudad, estaba tan espesamente cubierto de
botes y barcas de recreo, todos orlados con linternas de colores y
suavemente agitados por las ondas, que parecía un reluciente e
ilimitado jardín de flores animadas a suave movimiento por vientos
estivales. La gran escalinata de peldaños de piedra que conducía a
la orilla, lo bastante espaciosa para dar cabida al ejército de un
príncipe alemán, era un cuadro digno de verse, con sus filas de
alabarderos reales en pulidas armaduras y sus tropas de ataviados
servidores, revoloteando de arriba abajo, y de acá para allá, con la
prisa de los preparativos.
De pronto se dio una orden y de inmediato toda criatura viviente se
esfumó de los escalones. Ahora el aire estaba cargado con el
silencio del suspenso y la expectación. Hasta donde alcanzaba la
vista, podía verse a miles de personas en los botes, que se
levantaban y se protegían los ojos del brillo de las linternas y las
antorchas, y miraban hacia el palacio.
Una fila de cuarenta o cincuenta barcas reales se dirigió hacia los
escalones. Estaban ornadas de ricos dorados, y sus altivas proas y
popas estaban laboriosamente talladas. Algunas de ellas iban
decoradas con banderas y gallardetes, otras, con brocados y tapices
de Arrás con escudos de armas bordados; otras con banderas de seda
que tenían innumerables campanillas de plata pendientes de ellas que
lanzaban una lluvia de alegre música cada vez que las agitaba la
brisa; otras, de más altas pretensiones, puesto que pertenecían a
los nobles de servicio más cercano al príncipe, tenían los costados
pintorescamente guardados con escudos suntuosamente blasonados de
armas y emblemas. Cada barca real iba remolcada por un patache.
Además de los remeros, éstos llevaban unos cuantos hombres de armas
de relucientes yelmos y petos, y una compañía de músicos.
La vanguardia de la esperada procesión hizo su aparición en la
puerta principal: una tropa de alabarderos. Iban vestidos con calzas
de listas negras y leonadas, gorras de terciopelo adornadas a los
lados con rasas de plata, y jubones de paño azul y morado, bordados
por delante y por detrás con las tres plumas, el blasón del
príncipe, tejidas en oro. Las astas de las alabardas estaban
cubiertas de terciopelo carmesí, sujeto con clavos dorados y
adornadas con borlas de oro. Desfilando a derecha e izquierda,
formaban dos largas hileras que se extendían desde la puerta
principal del palacio hasta la orilla del agua. Después se desplegó
un grueso paño o tapiz rayado, y unos servidores, ataviados con las
libreas de oro y carmesí del príncipe, lo tendieron entre los
alabarderos. Hecho esto, resonó dentro un floreo de trompetas. Los
músicos del río comenzaran un animado preludio y dos ujieres con
varas blancas salieron por la puerta con lento y majestuoso paso.
Iban seguidos por un oficial que llevaba la maza municipal, tras el
cual venía otro con la Espada de la Ciudad; luego varios alguaciles
de la guarnición de la ciudad, con uniforme de gala, y con divisas
en las mangas. Venía luego el rey de armas de la Jarretera, con su
tabardo; lo seguían varios caballeros del Baño, cada uno con una
cinta blanca en la manga; luego sus escuderos; después los jueces,
con sus togas escarlatas y sus cofias; luego el lord gran canciller
de Inglaterra, con su toga escarlata, abierta por delante y, orlada
de piel blanca con manchas negras; luego una comisión de regidores
con sus capas escarlata, y luego los principales de las diferentes
compañías cívicas en traje de ceremonia. Después venían doce
caballeros franceses, con espléndidos atavíos, consistentes en
jubones de damasco blanco listado de oro, capas cortas de terciopelo
carmesí, forradas de tafetán violeta y calzas color carne, y
comenzaron a descender por la escalinata. Eran el séquito del
embajador francés, e iban seguidos por doce caballeros del séquito
del embajador español, vestidos de terciopelo negro sin ningún
adorno. En pos de éstos venían varios importantes nobles ingleses
con sus servidores.
Se sintió dentro floreo de trompetas, y el tío del príncipe, el
futuro gran duque de Somerset, salió de la verja, ataviado con un
jubón de brocado negro y una capa de raso carmesí con flores de oro,
y ribeteada con redecillas de plata. Se volvió, se quitó la gorra
adornada con plumas, inclinó su cuerpo en profunda reverencia y
empezó a retroceder de espaldas, saludando a cada escalón. Siguió
prolongado son de trompetas y la proclamación: "¡Paso al alto y
poderoso señor Eduardo Príncipe de Gales!" En lo alto de los muros
de palacio prorrumpió en estrépito atronador una larga hilera de
rojas lenguas de fuego; la gente apiñada en el río estalló en
potente rugido de bienvenida, y Tom Canty, causa y héroe de todo
aquello, apareció a la vista, e inclinó levemente su principesca
cabeza:
Iba magníficamente vestido con un justillo de raso blanco, con
pechera de tisú púrpura, salpicado de diamantes y ribeteado de
armiño. Sobre esto llevaba una capa de brocado blanco con la corona
de tres plumas, forrada de raso azul, adornada con perlas y piedras
preciosas y sujeta con un broche de brillantes. De su cuello pendía
la orden de la Jarretera y varias condecoraciones reales de países
extranjeros, y cada vez que le daba la luz, las joyas resplandecían
con deslumbrantes destellos. ¡Oh, Tom Canty, nacido en un cobertizo,
educado en los arroyos de Londres, familiarizado con los andrajos y
la suciedad y la miseria!, ¡qué espectáculo es éste! |