The Question of the Seal About
five o’clock Henry VIII. awoke out of an unrefreshing nap, and
muttered to himself, “Troublous dreams, troublous dreams! Mine end
is now at hand: so say these warnings, and my failing pulses do
confirm it.” Presently a wicked light flamed up in his eye, and he
muttered, “Yet will not I die till He go before.”
His attendants perceiving that he was awake, one of them asked
his pleasure concerning the Lord Chancellor, who was waiting without.
“Admit him, admit him!” exclaimed the King eagerly.
The Lord Chancellor entered, and knelt by the King’s couch, saying—
“I have given order, and, according to the King’s command, the peers
of the realm, in their robes, do now stand at the bar of the House,
where, having confirmed the Duke of Norfolk’s doom, they humbly wait
his majesty’s further pleasure in the matter.”
The King’s face lit up with a fierce joy. Said he—
“Lift me up! In mine own person will I go before my Parliament, and
with mine own hand will I seal the warrant that rids me of—”
His voice failed; an ashen pallor swept the flush from his cheeks;
and the attendants eased him back upon his pillows, and hurriedly
assisted him with restoratives. Presently he said sorrowfully—
“Alack, how have I longed for this sweet hour! and lo, too late it
cometh, and I am robbed of this so coveted chance. But speed ye,
speed ye! let others do this happy office sith ‘tis denied to me. I
put my Great Seal in commission: choose thou the lords that shall
compose it, and get ye to your work. Speed ye, man! Before the sun
shall rise and set again, bring me his head that I may see it.”
“According to the King’s command, so shall it be. Will’t please your
majesty to order that the Seal be now restored to me, so that I may
forth upon the business?”
“The Seal? Who keepeth the Seal but thou?”
“Please your majesty, you did take it from me two days since, saying
it should no more do its office till your own royal hand should use
it upon the Duke of Norfolk’s warrant.”
“Why, so in sooth I did: I do remember. . . . What did I with it? .
. . I am very feeble. . . . So oft these days doth my memory play
the traitor with me. . . . ‘Tis strange, strange—”
The King dropped into inarticulate mumblings, shaking his grey head
weakly from time to time, and gropingly trying to recollect what he
had done with the Seal. At last my Lord Hertford ventured to kneel
and offer information—
“Sire, if that I may be so bold, here be several that do remember
with me how that you gave the Great Seal into the hands of his
highness the Prince of Wales to keep against the day that—”
“True, most true!” interrupted the King. "Fetch it! Go: time flieth!”
Lord Hertford flew to Tom, but returned to the King before very
long, troubled and empty-handed. He delivered himself to this effect—
“It grieveth me, my lord the King, to bear so heavy and unwelcome
tidings; but it is the will of God that the prince’s affliction
abideth still, and he cannot recall to mind that he received the
Seal. So came I quickly to report, thinking it were waste of
precious time, and little worth withal, that any should attempt to
search the long array of chambers and saloons that belong unto his
royal high—”
A groan from the King interrupted the lord at this point. After a
little while his majesty said, with a deep sadness in his tone—
“Trouble him no more, poor child. The hand of God lieth heavy upon
him, and my heart goeth out in loving compassion for him, and sorrow
that I may not bear his burden on mine old trouble-weighted
shoulders, and so bring him peace.”
He closed his eyes, fell to mumbling, and presently was silent.
After a time he opened his eyes again, and gazed vacantly around
until his glance rested upon the kneeling Lord Chancellor. Instantly
his face flushed with wrath—
“What, thou here yet! By the glory of God, an’ thou gettest not
about that traitor’s business, thy mitre shall have holiday the
morrow for lack of a head to grace withal!”
The trembling Chancellor answered—
“Good your Majesty, I cry you mercy! I but waited for the Seal.”
“Man, hast lost thy wits? The small Seal which aforetime I was wont
to take with me abroad lieth in my treasury. And, since the Great
Seal hath flown away, shall not it suffice? Hast lost thy wits?
Begone! And hark ye—come no more till thou do bring his head.”
The poor Chancellor was not long in removing himself from this
dangerous vicinity; nor did the commission waste time in giving the
royal assent to the work of the slavish Parliament, and appointing
the morrow for the beheading of the premier peer of England, the
luckless Duke of Norfolk. |
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La cuestión del sello
Cerca de las cinco Enrique VIII despertó de una siesta poco
refrescante y se dijo entre dientes:
–¡Malos sueños, malos sueños! Mi fin está cercana: así lo dicen
estos presagios, y mi débil pulso lo confirma. –Un fulgor perverso
ardió en sus ojos, y murmuró–: Sin embargo, no he de morir sino
hasta que él vaya por delante.
Sus servidores percibieron que estaba despierto, y uno de ellos le
preguntó su deseo respecto al lord canciller, que esperaba fuera.
–¡Que entre, que entre! –exclamó el rey con presteza.
El lord canciller entró y se arrodilló ante el lecho del rey,
diciendo:
–He dado orden, y, conforme al mandato del rey, los pares del reino,
ataviados, se encuentran ahora en el tribunal de la Cámara, donde,
habiendo confirmado la sentencia al duque de Norfolk, esperan
humildemente lo que plegue a Su Majestad que se haga en este asunto.
El rostro del rey se iluminó de feroz júbilo. Dijo:
–Levantadme. En persona voy a presentarme ante mi Parlamento, y con
mi propia mano sellaré el decreto que me libra de...
Le falló la voz; una palidez cenicienta borró el color de sus
mejillas, y los servidores le recostaron sobre sus almohadas, y
apresuradamente lo asistieron con tonificantes. A poco, dijo lleno
de pesar:
–¡Ah, cuánto he esperado esta dulce hora!, y he que llega demasiado
tarde, y me veo privado de esta ocasión tan codiciada. ¡pero
apresuraos, apresuraos!, que otros hagan este feliz oficio, ya que a
mí se me niega. Doy mi gran sello en comisión: elige tú los lores
que han de componerla, y andad a vuestro trabajo. ¡Apresúrate! Antes
que salga el sol y se ponga de nuevo, tráeme su cabeza para que yo
la vea.
–Conforme al mandato del rey, así se hará. ¿Querrá Vuestra Majestad
ordenar, que el sello me sea devuelto, de manera que pueda llevar
adelante el negocio?
–¡El sello!¿Quién guarda el sello sino tú?
–Vuestra Majestad, hace dos días que me lo quitasteis, diciendo que
no habría de utilizarse sino hasta que vuestra propia real mano lo
usara sobre el decreto del duque de Norfolk.
–Sí, en verdad así lo hice: Lo recuerdo. ¿Qué hice de él?..: Estoy
muy débil... En estos días la memoria me es traidora tan
frecuentemente... Es extraño, extraño...
El rey comenzó a mascullar inarticuladamente, meneando de tiempo en
tiempo su canosa cabeza débilmente, y tratando de recordar lo que
había hecho del sello. Por fin, milord Hertford se aventuró a
arrodillarse y a ofrecer información:
–Señor, si me permitís la osadía, varios de los presentes recuerdan
como yo cómo pusisteis el gran sello en manos de Su Alteza el
Príncipe de Gales para que lo guardase hasta el día que...
¡Cierto, ciertísimo! –interrumpió el rey–. Ve por él. ¡Ve el tiempo
vuela!
Lord Hertford voló hacia Tom, pero volvió ante el rey antes de mucho
rato, turbado y con las manos vacías. Se expresó de esta suerte:
–Duéleme, mi señor el rey, ser portador de tan graves y aflictivas
nuevas, pero es voluntad de Dios que el príncipe permanezca
trastornado, y no recuerda haber recibido el sello. Así he venido al
punto a decíroslo, creyendo que sería perder un tiempo precioso, y
además en vano, que alguno intentara registrar la larga serie de
cámaras y salones que pertenecen a Su Alteza Real...
Un gruñido del rey interrumpió al lord en este punto. Al cabo de un
rato dijo Su Majestad, con acento de profunda tristeza:
–No lo molestéis más, pobre niño. La mano de Dios se ha posado con
fuerza sobre él, y mi corazón se deshace en amorosa compasión, y en
pesar de no poder llevar su carga sobre mis propios viejos hombros
cargados de dolor, y traerle la paz.
Cerró sus ojos, comenzó a musitar y pronto calló. A poco volvió a
abrirlos y miró vagamente en torno, hasta que su mirada descansó en
el arrodillado lord canciller. Instantáneamente su rostro se
encendió de ira:
–¿Qué? ¡Tú aquí todavía! Por la gloria de Dios, si no vas en
seguida a lo de ese traidor, tu mitra holgará mañana por falta de
cabeza que adornar.
El tembloroso canciller respondió:
–¡Imploro el perdón de Vuestra Majestad! Sólo esperaba por el sello.
–¿Has perdido el juicio, hombre? El sello pequeño, que antaño solía
yo llevar conmigo de viaje, está en mi tesoro. Y, puesto que el gran
sello ha desaparecido, ¿no bastará? ¿Has perdido el juicio? ¡Vete! Y
escucha: no vuelvas aquí hasta que me traigas su cabeza.
El pobre canciller no tardó en retirarse de esta peligrosa vecindad;
ni perdió tiempo la comisión en dar el asenso real a la obra del
esclavizado Parlamento, y designado el día siguiente para la
decapitación del primer par de Inglaterra, el desafortunado duque de
Norfolk. |