HESTER AT HER NEEDLE
But sometimes, once in many days, or perchance in many months,
she felt an eye—a human eye—upon the ignominious brand, that seemed
to give a momentary relief, as if half of her agony were shared. The
next instant, back it all rushed again, with still a deeper throb of
pain; for, in that brief interval, she had sinned anew. (Had Hester
sinned alone?)
Her imagination was somewhat affected, and, had she been of a softer
moral and intellectual fibre would have been still more so, by the
strange and solitary anguish of her life. Walking to and fro, with
those lonely footsteps, in the little world with which she was
outwardly connected, it now and then appeared to Hester—if
altogether fancy, it was nevertheless too potent to be resisted—she
felt or fancied, then, that the scarlet letter had endowed her with
a new sense. She shuddered to believe, yet could not help believing,
that it gave her a sympathetic knowledge of the hidden sin in other
hearts. She was terror-stricken by the revelations that were thus
made. What were they? Could they be other than the insidious
whispers of the bad angel, who would fain have persuaded the
struggling woman, as yet only half his victim, that the outward
guise of purity was but a lie, and that, if truth were everywhere to
be shown, a scarlet letter would blaze forth on many a bosom besides
Hester Prynne's? Or, must she receive those intimations—so obscure,
yet so distinct—as truth? In all her miserable experience, there was
nothing else so awful and so loathsome as this sense. It perplexed,
as well as shocked her, by the irreverent inopportuneness of the
occasions that brought it into vivid action. Sometimes the red
infamy upon her breast would give a sympathetic throb, as she passed
near a venerable minister or magistrate, the model of piety and
justice, to whom that age of antique reverence looked up, as to a
mortal man in fellowship with angels. "What evil thing is at hand?"
would Hester say to herself. Lifting her reluctant eyes, there would
be nothing human within the scope of view, save the form of this
earthly saint! Again a mystic sisterhood would contumaciously assert
itself, as she met the sanctified frown of some matron, who,
according to the rumour of all tongues, had kept cold snow within
her bosom throughout life. That unsunned snow in the matron's bosom,
and the burning shame on Hester Prynne's—what had the two in common?
Or, once more, the electric thrill would give her warning—"Behold
Hester, here is a companion!" and, looking up, she would detect the
eyes of a young maiden glancing at the scarlet letter, shyly and
aside, and quickly averted, with a faint, chill crimson in her
cheeks as if her purity were somewhat sullied by that momentary
glance. O Fiend, whose talisman was that fatal symbol, wouldst thou
leave nothing, whether in youth or age, for this poor sinner to
revere?—such loss of faith is ever one of the saddest results of
sin. Be it accepted as a proof that all was not corrupt in this poor
victim of her own frailty, and man's hard law, that Hester Prynne
yet struggled to believe that no fellow-mortal was guilty like
herself.
The vulgar, who, in those dreary old times, were always
contributing a grotesque horror to what interested their
imaginations, had a story about the scarlet letter which we might
readily work up into a terrific legend. They averred that the symbol
was not mere scarlet cloth, tinged in an earthly dye-pot, but was
red-hot with infernal fire, and could be seen glowing all alight
whenever Hester Prynne walked abroad in the night-time. And we must
needs say it seared Hester's bosom so deeply, that perhaps there was
more truth in the rumour than our modern incredulity may be inclined
to admit. |
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ESTER AGUJA EN MANO
Pero alguna que otra vez, quizás con intervalo de muchos días o
acaso de varios meses, tenía la sensación de que una mirada—una
mirada compasiva—se fijaba en la letra ignominiosa; y esto parecía
proporcionarla un alivio momentáneo, como si alguien compartiera la
mitad de su agonía. Pero un instante después se reduplicaba ésta con
renovado dolor, porque en aquel breve momento había pecado
nuevamente. ¿Había Ester pecado sola?
Su imaginación estaba un tanto afectada, y a haber poseído menos
fibra intelectual y moral, se habría afectado aun mucho más, en
consecuencia de la soledad y de la angustia continua en que vivía.
Yendo al reducido mundo exterior con que estaba en relaciones y
regresando a su morada, y siempre solitaria en esos paseos, creyó
Ester, o se imaginó creer, que la letra escarlata la había dotado de
un nuevo sentido. Se estremecía al pensar, y no podía menos de
pensar así, que aquella le proporcionaba una especie de conocimiento
intuitivo de las culpas secretas de otras almas. Las revelaciones
que de este modo se presentaron a sus ojos la llenaban de terror. ¿Y
cuáles eran? ¿Pero qué podían ser sino las insidiosas insinuaciones
del ángel malo, que habría deseado persuadir a aquella mujer, que
estaba luchando y era solo su víctima a medias, que el aspecto
exterior de pureza no era más que una mentira, y que si la verdad se
conociera, la letra escarlata brillaría en más de un seno, y no
únicamente en el de Ester Prynne? ¿Debía ella acaso recibir esas
obscuras insinuaciones como si fueran una cosa real y positiva? Esta
especie de sentido sobrenatural de que se creía dotada, era de lo
más terrible é insoportable que hubiese experimentado en el curso de
su desgraciada existencia. La llenaba de perplejidad y de malestar,
pues a veces aquella marca roja de infamia en el pecho de su
vestido, parecía como si latiera y se agitase cuando Ester pasaba
junto a un venerable eclesiástico o magistrado, modelos de piedad y
de justicia, a quienes el mundo contemplaba como si fueran los
compañeros de los ángeles.
—¿Qué malvado pasa junto a mí? Se decía Ester para sus adentros.
Y levantando con repugnancia la cabeza veía que en aquellos
alrededores no había más ser humano que aquel hombre que todos
consideraban un santo. Otras veces creía tener a su lado a una
hermana en la culpa, y al levantar los ojos tropezaba con la forma
de una devota y áspera matrona, cuyo corazón, según la creencia
pública, había sido un pedazo de hielo durante toda su vida. Aquel
hielo en el pecho de la matrona y la candente ignominia de Ester
¿qué tenían de común? Otras veces el estremecimiento eléctrico le
daba la señal, como si le dijera: "Ester, ahí tienes una
compañera,"—y al alzar los ojos, veía a una joven doncella que
contemplaba la letra escarlata, a hurtadillas, y se alejaba
rápidamente con un ligero rubor en las mejillas, como si su pureza
se hubiera empañado con aquella ojeada instantánea. Semejante falta
de fe en la virtud de los demás, es una de las consecuencias más
tristes del pecado. Pero una prueba de que en esta pobre víctima de
su propia fragilidad y de la dureza de las leyes del hombre, la
corrupción no había hecho mucho progreso, consistía en la constante
lucha de su espíritu para creer que ningún mortal era tan culpable
como ella misma.
El vulgo, que en aquellos rudos tiempos añadía siempre el elemento
de lo grotesco a todo lo que hiriera su imaginación, había inventado
una historia acerca de la letra escarlata, que fácilmente podríamos
convertir en una terrible leyenda. Afirmaban que aquel símbolo no
era simplemente un paño escarlata, teñido con un color que era obra
del hombre, sino que el rojo ardiente lo producía el fuego del
infierno, y se le podía ver brillar con todo su fulgor cuando Ester
se paseaba sola, junto a su morada, durante la noche. |