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CAPÍTULO II continuación - Pag 5

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THE MARKET-PLACE

A lane was forthwith opened through the crowd of spectators. Preceded by the beadle, and attended by an irregular procession of stern-browed men and unkindly visaged women, Hester Prynne set forth towards the place appointed for her punishment. A crowd of eager and curious schoolboys, understanding little of the matter in hand, except that it gave them a half-holiday, ran before her progress, turning their heads continually to stare into her face and at the winking baby in her arms, and at the ignominious letter on her breast. It was no great distance, in those days, from the prison door to the market-place. Measured by the prisoner's experience, however, it might be reckoned a journey of some length; for haughty as her demeanour was, she perchance underwent an agony from every footstep of those that thronged to see her, as if her heart had been flung into the street for them all to spurn and trample upon. In our nature, however, there is a provision, alike marvellous and merciful, that the sufferer should never know the intensity of what he endures by its present torture, but chiefly by the pang that rankles after it. With almost a serene deportment, therefore, Hester Prynne passed through this portion of her ordeal, and came to a sort of scaffold, at the western extremity of the market-place. It stood nearly beneath the eaves of Boston's earliest church, and appeared to be a fixture there.
In fact, this scaffold constituted a portion of a penal machine, which now, for two or three generations past, has been merely historical and traditionary among us, but was held, in the old time, to be as effectual an agent, in the promotion of good citizenship, as ever was the guillotine among the terrorists of France. It was, in short, the platform of the pillory; and above it rose the framework of that instrument of discipline, so fashioned as to confine the human head in its tight grasp, and thus hold it up to the public gaze. The very ideal of ignominy was embodied and made manifest in this contrivance of wood and iron. There can be no outrage, methinks, against our common nature—whatever be the delinquencies of the individual—no outrage more flagrant than to forbid the culprit to hide his face for shame; as it was the essence of this punishment to do. In Hester Prynne's instance, however, as not unfrequently in other cases, her sentence bore that she should stand a certain time upon the platform, but without undergoing that gripe about the neck and confinement of the head, the proneness to which was the most devilish characteristic of this ugly engine. Knowing well her part, she ascended a flight of wooden steps, and was thus displayed to the surrounding multitude, at about the height of a man's shoulders above the street.

     

LA PLAZA DEL MERCADO

Inmediatamente quedó un espacio franco al través de la turba de espectadores. Precedida del alguacil, y acompañada de una comitiva de hombres de duro semblante y de mujeres de rostro nada compasivo, Ester Prynne se adelantó al sitio fijado para su castigo. Una multitud de chicos de escuela, atraídos por la curiosidad y que no comprendían de lo que se trataba, excepto que les proporcionaba medio día de asueto, la precedía a todo correr, volviendo de cuando en cuando la cabeza ya para fijar las miradas en ella, ya en la tierna criaturita, ora en la letra ignominiosa que brillaba en el seno de la madre. En aquellos tiempos la distancia que había de la puerta de la cárcel a la plaza del mercado no era grande; sin embargo, midiéndola por lo que experimentaba Ester, debió de parecerle muy larga, porque a pesar de la altivez de su porte, cada paso que daba en medio de aquella muchedumbre hostil era para ella un dolor indecible. Se diría que su corazón había sido arrojado a la calle para que la gente lo escarneciera y lo pisoteara. Pero hay en nuestra naturaleza algo, que participa de lo maravilloso y de lo compasivo, que nos impide conocer toda la intensidad de lo que padecemos, merced al efecto mismo de la tortura del momento, aunque más tarde nos demos cuenta de ello por el dolor que tras sí deja. Por lo tanto, con continente casi sereno sufrió Ester esta parte de su castigo, y llegó a un pequeño tablado que se levantaba en la extremidad occidental de la plaza del mercado, cerca de la iglesia más antigua de Boston, como si formara parte de la misma.
En efecto, este cadalso constituía una parte de la maquinaria penal de aquel tiempo, y si bien desde hace dos o tres generaciones es simplemente histórico y tradicional entre nosotros, se consideraba entonces un agente tan eficaz para la conservación de las buenas costumbres de los ciudadanos, como se consideró más tarde la guillotina entre los terroristas de la Francia revolucionaria. Era, en una palabra, el tablado en que estaba la picota: sobre él se levantaba la armazón de aquel instrumento de disciplina, de tal modo construido que, sujetando en un agujero la cabeza de una persona, la exponía a la vista del público. En aquella armazón de hierro y madera se hallaba encarnado el verdadero ideal de la ignominia; porque no creo que pueda hacerse mayor ultraje a la naturaleza humana, cualesquiera que sean las faltas del individuo, como impedirle que oculte el rostro por un sentimiento de vergüenza, haciendo de esa imposibilidad la esencia del castigo.

Con respecto a Ester, sin embargo, como acontecía más o menos frecuentemente, la sentencia ordenaba que estuviera de pie cierto tiempo en el tablado, sin introducir el cuello en la argolla o cepo que dejaba expuesta la cabeza a las miradas del público. Sabiendo bien lo que tenía que hacer, subió los escalones de madera, y permaneció a la vista de la multitud que rodeaba el tablado o cadalso.

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