The Escape The short winter
day was nearly ended. The streets were deserted, save for a few
random stragglers, and these hurried straight along, with the intent
look of people who were only anxious to accomplish their errands as
quickly as possible, and then snugly house themselves from the
rising wind and the gathering twilight. They looked neither to the
right nor to the left; they paid no attention to our party, they did
not even seem to see them. Edward the Sixth wondered if the
spectacle of a king on his way to jail had ever encountered such
marvellous indifference before. By-and-by the constable arrived at a
deserted market-square, and proceeded to cross it. When he had
reached the middle of it, Hendon laid his hand upon his arm, and
said in a low voice—
“Bide a moment, good sir, there is none in hearing, and I would
say a word to thee.”
“My duty forbids it, sir; prithee hinder me not, the night comes
on.”
“Stay, nevertheless, for the matter concerns thee nearly. Turn thy
back a moment and seem not to see: let this poor lad escape.”
“This to me, sir! I arrest thee in—”
“Nay, be not too hasty. See thou be careful and commit no foolish
error,”—then he shut his voice down to a whisper, and said in the
man’s ear—“the pig thou hast purchased for eightpence may cost thee
thy neck, man!”
The poor constable, taken by surprise, was speechless, at first,
then found his tongue and fell to blustering and threatening; but
Hendon was tranquil, and waited with patience till his breath was
spent; then said—
“I have a liking to thee, friend, and would not willingly see thee
come to harm. Observe, I heard it all—every word. I will prove it to
thee.” Then he repeated the conversation which the officer and the
woman had had together in the hall, word for word, and ended with—
“There—have I set it forth correctly? Should not I be able to set it
forth correctly before the judge, if occasion required?”
The man was dumb with fear and distress, for a moment; then he
rallied, and said with forced lightness—
“‘Tis making a mighty matter, indeed, out of a jest; I but plagued
the woman for mine amusement.”
“Kept you the woman’s pig for amusement?”
The man answered sharply—
“Nought else, good sir—I tell thee ‘twas but a jest.”
“I do begin to believe thee,” said Hendon, with a perplexing mixture
of mockery and half-conviction in his tone; “but tarry thou here a
moment whilst I run and ask his worship—for nathless, he being a man
experienced in law, in jests, in—”
He was moving away, still talking; the constable hesitated, fidgeted,
spat out an oath or two, then cried out—
“Hold, hold, good sir—prithee wait a little—the judge! Why, man, he
hath no more sympathy with a jest than hath a dead corpse!—come, and
we will speak further. Ods body! I seem to be in evil case—and all
for an innocent and thoughtless pleasantry. I am a man of family;
and my wife and little ones—List to reason, good your worship: what
wouldst thou of me?”
“Only that thou be blind and dumb and paralytic whilst one may count
a hundred thousand—counting slowly,” said Hendon, with the
expression of a man who asks but a reasonable favour, and that a
very little one.
“It is my destruction!” said the constable despairingly. "Ah, be
reasonable, good sir; only look at this matter, on all its sides,
and see how mere a jest it is—how manifestly and how plainly it is
so. And even if one granted it were not a jest, it is a fault so
small that e’en the grimmest penalty it could call forth would be
but a rebuke and warning from the judge’s lips.”
Hendon replied with a solemnity which chilled the air about him—
“This jest of thine hath a name, in law,—wot you what it is?”
“I knew it not! Peradventure I have been unwise. I never dreamed it
had a name—ah, sweet heaven, I thought it was original.”
“Yes, it hath a name. In the law this crime is called Non compos
mentis lex talionis sic transit gloria mundi.”
“Ah, my God!”
“And the penalty is death!”
“God be merciful to me a sinner!”
“By advantage taken of one in fault, in dire peril, and at thy mercy,
thou hast seized goods worth above thirteenpence ha’penny, paying
but a trifle for the same; and this, in the eye of the law, is
constructive barratry, misprision of treason, malfeasance in office,
ad hominem expurgatis in statu quo—and the penalty is death by the
halter, without ransom, commutation, or benefit of clergy.”
“Bear me up, bear me up, sweet sir, my legs do fail me! Be thou
merciful—spare me this doom, and I will turn my back and see nought
that shall happen.”
“Good! now thou’rt wise and reasonable. And thou’lt restore the pig?”
“I will, I will indeed—nor ever touch another, though heaven send it
and an archangel fetch it. Go—I am blind for thy sake—I see nothing.
I will say thou didst break in and wrest the prisoner from my hands
by force. It is but a crazy, ancient door—I will batter it down
myself betwixt midnight and the morning.”
“Do it, good soul, no harm will come of it; the judge hath a
loving charity for this poor lad, and will shed no tears and break
no jailer’s bones for his escape.” |
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La Fuga
El corto día de invierno tocaba casi a. su fin. Las calles
estaban desiertas, salvo unos cuantos viandantes desperdigados, que
apresurados, con la expresión grave de quienes sólo desean cumplir
su cometido lo más pronto posible para guarecerse cómodamente en sus
casas, como defensa contra el creciente viento y contra la oscuridad
que se hacía cada vez mayor.
No miraban ni a derecha ni a izquierda ni prestaban atención a
nuestros personajes, a quienes parecían no ver siquiera. Eduardo VI
se preguntó si el espectáculo de un rey camino de la cárcel habría
sido contemplado alguna vez con tan sorprendente indiferencia. No
tardó el alguacil en llegar a un mercado desierto, que se dispuso a
cruzar, mas cuando llegó al centro de él, Hendon le puso la mano en
el hombro y le dijo en voz baja:
–Espera un momento, que nadie nos oye y deseo decirte unas palabras.
–Mi deber me prohíbe escuchar. No me entretengas, que se acerca la
noche.
–A pesar de todo, aguarda, porque el asunto te atañe muy de cerca:
Vuélvete un momento de espaldas y finge que no ves. Deja que se
escape ese pobre muchacho.
–¿A mí con ésas? Te prendo en...
–No te precipites. Ándate con cuidado y no cometas una sandez agregó
Hendon, bajando la voz hasta un susurro y hablando al oído del
hombre–. El cerdo que has comprado por ocho peniques te puede costar
la cabeza.
El pobre alguacil, tomado de sorpresa, se quedó al pronto sin habla,
mas luego empezó a proferir amenazas. Hendon, sin alterarse, esperó
con paciencia hasta que se le acabó la cuerda, y luego dijo:
–Me has sido simpático, amigo, y no quisiera que te ocurriera daño.
Ten en cuenta que lo he oído todo, como te lo probaré.
Y a renglón seguido le repitió, palabra por palabra, la conversación
que el alguacil sostuvo con la mujer en la antecámara del tribunal,
y terminó diciendo:
–¿Te lo he contado bien? ¿No crees que podría contárselo lo mismo al
juez, si la ocasión se presentara?
El alguacil permaneció un instante mudo de temor y de desaliento;
luego se repuso y dijo con forzado desembarazo:
–Mucho valor quieres tú darle a una broma. No he hecho más que
engañar a la mujer para divertirme.
–¿Y para divertirte guardas el cerdo? ,
–Sólo para ello, señor –repuso vivamente el alguacil–. Ya te he
dicho que no fue más que una broma.
–Empiezo a creerte –contestó Hendon, con acento en que se mezclaban
la burla y la convicción, pero aguarda aquí un momento, mientras
corro a preguntar a su señoría, porque sin duda, como hombre experto
en leyes, en bromas y en...
Quiso alejarse sin dejar de hablar, pero el alguacil vaciló,
profirió uno o dos juramentos, y por fin exclamó:
–Espera, espera, señor. Te ruego que esperes un poco. ¡El juez!
Tiene con los bromistas tan poca compasión como un cadáver. Ven y
seguiremos hablando. ¡Cuerpo de tal! Por lo visto estoy en un
atolladero y todo por, una burla inocente y sin malicia. Señor,
tengo familia y mi mujer y mis hijos... Atiende a razones, señor.
¿Qué quieres de mí?
–Sólo que seas ciego, mudo y paralítico, mientras yo cuento hasta
cien mil... Contaré despacio –dijo Miles Hendon con la expresión de
un hombre que no pide sino un favor razonable y modesto.
–Eso es mi perdición –dijo el alguacil desesperado–. ¡Ah! Sed
razonable, señor. Considerad el asunto por todos sus lados, y ved
que es una pura broma, una broma manifiesta y evidente; y si alguien
dijere que, no lo es, sería entonces una falta tan pequeña, tan
pequeña, que la pena mayor que merecería sería una reprensión y un
aviso del juez.
Hendon replicó con una solemnidad que dejó helado hasta el aire que
respiraba el alguacil:
–Esa burla tuya tiene un nombre en la ley. ¿Sabes cuál es?
–No lo sé. Acaso haya sido una imprudencia. Ni por sueños pensé que
tuviera nombre. ¡Ah, santo cielo! Creí que era una cosa original.
–Sí. Tiene un nombre. En la ley ese delito se llama Non compos
mentís ¡ex talionis sic transit gloria Mundi.
–¡Oh, Dios mío!
–Y su castigo es la muerte.
–¡Dios tenga piedad de mis culpas!
–Aprovechándose de la situación de una persona en peligro y que se
hallaba a tu merced, te has apoderado de, objetos de valor superior
a trece peniques y medio sin pagar más que una miseria por ellos; y
eso, a los ojos de la ley, es vejación constructiva, prisión
infundada de traición, fechoría en el cargo, ad hominem expurgatis
in statu quo, y la pena es la muerte por manos del verdugo, sin
rescate, conmutación ni beneficio de clerecía.
–Sostenedme, señor, sostenedme, que me flaquean las piernas. ¡Tened
compasión de mí ¡Evitadme esa sentencia, y me volveré de espaldas y
no veré nada de cuanto ocurra.
–Bien; ahora eres sensato y razonable. ¿Y devolverás el cerdo?
–Si, lo devolveré, y no volveré a tocar otro aunque me lo envíe el
cielo por mano de un arcángel. Idos, que para vosotros estoy ciego y
no veo nada. Diré que me habéis atacado y que por fuerza me habéis
arrancado de las manos al prisionero. Es una puerta muy vieja... Yo
mismo la echaré abajo, después de medianoche.
–Hazlo así, buena alma, que no te ocurrirá daño. El juez ha tenido
amorosa compasión de este pobre muchacho, y no derramará lágrimas ni
romperá la cabeza a ningún carcelero por su fuga. |