THE GOVERNOR'S HALL
As the two wayfarers came within the precincts of the town, the
children of the Puritans looked up from their play,—or what passed
for play with those sombre little urchins—and spoke gravely one to
another.
"Behold, verily, there is the woman of the scarlet letter: and of a
truth, moreover, there is the likeness of the scarlet letter running
along by her side! Come, therefore, and let us fling mud at them!"
But Pearl, who was a dauntless child, after frowning, stamping her
foot, and shaking her little hand with a variety of threatening
gestures, suddenly made a rush at the knot of her enemies, and put
them all to flight. She resembled, in her fierce pursuit of them, an
infant pestilence—the scarlet fever, or some such half-fledged angel
of judgment—whose mission was to punish the sins of the rising
generation. She screamed and shouted, too, with a terrific volume of
sound, which, doubtless, caused the hearts of the fugitives to quake
within them. The victory accomplished, Pearl returned quietly to her
mother, and looked up, smiling, into her face.
Without further adventure, they reached the dwelling of Governor
Bellingham. This was a large wooden house, built in a fashion of
which there are specimens still extant in the streets of our older
towns now moss-grown, crumbling to decay, and melancholy at heart
with the many sorrowful or joyful occurrences, remembered or
forgotten, that have happened and passed away within their dusky
chambers. Then, however, there was the freshness of the passing year
on its exterior, and the cheerfulness, gleaming forth from the sunny
windows, of a human habitation, into which death had never entered.
It had, indeed, a very cheery aspect, the walls being overspread
with a kind of stucco, in which fragments of broken glass were
plentifully intermixed; so that, when the sunshine fell aslant-wise
over the front of the edifice, it glittered and sparkled as if
diamonds had been flung against it by the double handful. The
brilliancy might have be fitted Aladdin's palace rather than the
mansion of a grave old Puritan ruler. It was further decorated with
strange and seemingly cabalistic figures and diagrams, suitable to
the quaint taste of the age which had been drawn in the stucco, when
newly laid on, and had now grown hard and durable, for the
admiration of after times.
Pearl, looking at this bright wonder of a house began to caper and
dance, and imperatively required that the whole breadth of sunshine
should be stripped off its front, and given her to play with.
"No, my little Pearl!" said her mother; "thou must gather thine own
sunshine. I have none to give thee!"
They approached the door, which was of an arched form, and flanked
on each side by a narrow tower or projection of the edifice, in both
of which were lattice-windows, the wooden shutters to close over
them at need. Lifting the iron hammer that hung at the portal,
Hester Prynne gave a summons, which was answered by one of the
Governor's bond servant—a free-born Englishman, but now a seven
years' slave. During that term he was to be the property of his
master, and as much a commodity of bargain and sale as an ox, or a
joint-stool. The serf wore the customary garb of serving-men at that
period, and long before, in the old hereditary halls of England.
"Is the worshipful Governor Bellingham within?" inquired Hester.
"Yea, forsooth," replied the bond-servant, staring with wide-open
eyes at the scarlet letter, which, being a new-comer in the country,
he had never before seen. "Yea, his honourable worship is within.
But he hath a godly minister or two with him, and likewise a leech.
Ye may not see his worship now."
"Nevertheless, I will enter," answered Hester Prynne; and the bond-servant,
perhaps judging from the decision of her air, and the glittering
symbol in her bosom, that she was a great lady in the land, offered
no opposition. |
|
|
|
LA SALA DEL GOBERNADOR
Al llegar madre e hija a los linderos de la población, los niños de
los puritanos, en medio de sus juegos, o de lo que pasaba por juego
entre aquellos sombríos chicuelos, fijaron en ellas las miradas y
dijeron:
—Ahí viene la mujer de la letra escarlata; y a su lado viene
saltando lo que también se parece a una letra escarlata. Vamos a
arrojarles fango.
Pero Perla, que era una niña intrépida, después de fruncir el
entrecejo, de golpear el suelo con el piececito y de apretar el puño
con diversos gestos amenazadores, se lanzó de repente contra el
grupo de sus enemigos y los puso a todos en fuga. Al mismo tiempo
chilló y gritó con violencia tal, que el corazón de los fugitivos
tembló de espanto. Terminada su victoria, Perla regresó
tranquilamente al lado de su madre, a la que dirigió una risueña
mirada.
Sin otra aventura llegaron a la morada del Gobernador. Era ésta una
gran casa de madera, fabricada al estilo de las que aun se ven en
las calles de nuestras ciudades más antiguas; ahora cubiertas de
musgo, derrumbándose, y de aspecto melancólico, mudos testigos de
las penas o alegrías de que fueron teatro sus obscuras habitaciones.
Entonces, sin embargo, había en su exterior la frescura de la
juventud, y en sus ventanas, iluminadas por el sol, parecía brillar
aquel contento que reina en las moradas humanas en que aun no ha
entrado la muerte.
La casa del Gobernador tenía, a la verdad, una apariencia muy
alegre: las paredes estaban cubiertas con una especie de estuco con
innumerables fragmentos de vidrio, de modo que cuando el sol
alumbraba oblicuamente el edificio, brillaba y fulguraba como si
sobre él se hubieran arrojado diamantes a manos llenas, lo que le
hacía parecer más propio para el palacio de Aladino, que para
mansión de un viejo y grave jefe puritano. Estaba además adornado
con figuras y diagramas extraños y al parecer cabalísticos, de
acuerdo con el raro gusto de la época, que habían sido dibujados en
el estuco cuando se acabó de poner, y se habían endurecido con el
tiempo, sin duda para que sirvieran de admiración a las edades
futuras.
Perla, cuando contempló esta especie de casa maravillosa, comenzó a
palmotear y a bailar, y pidió con acento decidido que arrancaran
todo aquel frente radiante del edificio, y se lo dieran para jugar
con él.
—No, mi querida Perlita, le dijo su madre. Tú misma tienes que
procurarte tus rayos de sol; yo no tengo nada que darte.
Se acercaron a la puerta, que tenía la forma de un arco, y estaba
flanqueada a cada costado por una torre estrecha o proyección del
edificio, con ventanas de enrejado de alambre y postigos de madera.
Levantando el aldabón de hierro, Ester dio un golpe al que respondió
uno de los siervos del Gobernador, inglés de nacimiento y libre,
pero que a la sazón era esclavo por siete años. Durante ese tiempo
tenía que ser la propiedad de su amo, lo mismo que si fuera un buey.
El siervo llevaba el traje azul que era el vestido ordinario de los
siervos de aquella época, como lo fue también mucho antes en las
antiguas casas solariegas de Inglaterra.
—¿Está en casa Su Señoría el Gobernador Bellingham? preguntó Ester.
—Ciertamente que sí, respondió el siervo, contemplando con tamaños
ojos la letra escarlata, pues habiendo llegado recientemente al
país, no la había visto todavía. Sí, Su Señoría está en casa; pero
con él hay un par de piadosos ministros, y al mismo tiempo un
médico: no creo que podáis verle ahora.
—Entraré, sin embargo, replicó Ester.
Y el siervo, juzgando tal vez por el tono decisivo con que pronunció
estas palabras, y el brillante símbolo que llevaba en el pecho, que
era una gran señora del país, no opuso resistencia alguna. |